jueves, 27 de noviembre de 2008

“Imponderable”

Lo teníamos calculado. Mi amiga Laura iba a ocuparse de conseguir las entradas para la tarde del sábado y yo simplemente debía concurrir a la cita en horario. Recuerdo haberle dado más de una indicación, pero me es difícil permanecer estática frente a la pantalla gigante si el film no es de mi gusto y no despierta en mí el suficiente interés como para creer que vale la pena terminar de verlo. Mañas son mañas; de todos modos, el programa era distinto.
Ese día, debíamos encontrarnos a las 15:00 horas frente al Cine Atlás ubicado en la intersección entre la Av. Santa Fé y Ayacucho. La película comenzaría quince minutos después.
Desde hace ya 10 años, El Festival de Cine Independiente, Bafici, es uno de los eventos anuales más destacados en la agenda de cada ciudadano de la provincia de Buenos Aires. El mismo, favorece la fusión entre distintos directores, temáticas sociales y visiones del mundo del cual formamos parte. Permite disfrutar de un tipo de cine diferente, reflexivo e innovador.
Este año, el Bafici, transcurriría durante 13 días. En cada uno, se exhibirían una cantidad heterogénea de películas que pasearían a su público desde lo más crudo a lo más acabado.
Laura se habría dejado convencer por un film francés titulado, “Mange, Ceci est mon corps”. Según ella, se trataría de un film que alcanzaría lo más dramático. Lo cierto, es que ninguna de las dos tenía la certeza de lo que encontraría al atravesar esas extensas cortinas rojas que separarían la entrada del cine, de la sala en cuestión. Rápido, corrimos en búsqueda de la mejor ubicación posible; teniendo en cuenta, que las butacas eran escasas, a pesar del horario.
Celulares apagados y golosinas en mano, el Director de la película, Michelange Quay, se acercó al telón y con ayuda de su inseparable traductora, nos brindó unas acogedoras palabras de aliento. La incertidumbre comenzaba a florecer.
Las primeras escenas fueron técnicamente perfectas. Paisajes de lugares exóticos captados desde gran altura y un grupo de negros en plena danza autóctona dejaban apreciar el matiz cultural de la película.
Luego se sucedieron una seguidilla de imágenes contrastantes, desordenadas, que dieron lugar a que parte de la audiencia decidiera, forzosamente, irse; o en su defecto tomar una breve siesta.
Una anciana luciendo un provocativo camisolín de encaje, impropio para su edad, recostada sobre una cama mientras repetía en forma constante: “Come de mi cuerpo” y tocaba un teclado que se veía apoyado sobre su regazo. Una mujer, que aparentaba ser su hija, reunía alrededor de una mesa a un grupo de niños de raza negra, mientras los manipulaba en forma directa. Una suerte de palangana colmada de leche, de la cual bebían y se bañaban varios de los personajes. Y por último, la desnudez, por momentos innecesaria de los protagonistas; lograban distorsionar por completo, la idea central de la película.


Aún así, Laura y yo, pretendíamos quedarnos y apreciar el final de la historia; mientras observábamos el reloj moverse con desgano y nos dejábamos atrapar por la pereza.
Era claro que, el film intentaba exponer los pesares de la colonización en Haití, las discrepancias de las razas humanas, la dominación entre unas y otras y las dificultades de supervivencia que sufren algunos grupos sociales. Pero lo que también estaba claro es que, resultaba muy difícil comprender la conceptualización realizada por el autor; a través de imágenes tan dispares. Habíamos realizado un viaje de una hora y media promedio, sumergidas en un conglomerado de ideas, me arriegaría a llamar “caprichosas”.
Finalmente llegó la escena final. Laura y yo decidimos quedarnos, con el objetivo de averiguar qué mensaje subliminar se ocultaba detrás de tal caos sensorial. Se cerró el telón y el director junto a su traductora “estrella” se acercó a discutir, con el escaso público que quedaba, las diferentes interpretaciones de la temática que brindaba la historia.
Un silencio se extendió por toda la sala, hasta que una joven cercana a nosotras, se animó a realizar la primer pregunta. Su cuestionamiento del tipo: “De qué color es el caballo blanco de San Martín ?”, no dejaba espacio a la imaginación. La respuesta era sencilla; la pregunta básica, predecible, irrelevante.
A lo lejos, se dejaba oir la voz refinada y delicada de una mujer, regocijándose con su habla inglesa. La traductora inquieta, gozaba su minuto de fama; mientras el Director, inseguro, no lograba definir con precisión su postura frente a la temática.
Comenzó a tornarse insostenible permanecer allí, inmersas en ese mundo paralelo y artificial de caras bonitas e interrogatorios vanales. Estaba claro que el film apuntaba a un estilo de público específico; lo que no estaba claro era, la absurda e innecesaria presencia de ciertos sujetos que sólo habían concurrido al evento, en sus ansias de pabonearse. Lo que comunmente llamaríamos, “hacer face”.
Así es como, Laura y yo decidimos emprender la retirada; de todos modos, habíamos logrado obtener el material suficiente, que me permitiría continuar con mis ejercicios de redacción. Pronto, el Atlas comenzaría a trasmitir otro largometraje.
Afuera, la ciudad intacta, en movimiento. No nos habíamos perdido de mucho. Por el contrario, teniamos una historia que contar y el relato, definitivamente, no sería el mismo.

“Ya sé que estoy piantao, piantao…”

Un 4 de mayo del 2008, el sol apaciguaba aquella clásica ventisca de otoño en una mañana de sábado que prometía ser diferente. El punto de encuentro entre Érica y yo era la estación de Barrancas de Belgrano, puntualmente a las 10:30 horas.
Una vez en el lugar propuesto, tomamos el colectivo de la línea “64” el cual nos trasladaría hasta el barrio de La Boca. A mitad de camino coincidimos con Sami y en ese mismo momento fue cuando comencé a reflexionar acerca de cómo se han revolucionado nuestras vidas a partir de la invención del teléfono celular. Un artefacto que ha influenciado de manera rotunda las comunicaciones, posibilitando que los trayectos y distancias sean cada vez más pequeños.
Una vez acomodadas en los asientos las conversaciones no daban tregua, logrando despabilar a cada uno de los pasajeros mientras publicábamos en detalle nuestras vidas privadas. Acercándose las dos horas de viaje, comenzábamos a visualizar las primeras huellas de una de las zonas de nuestra ciudad porteña, más concurridas y de mayor desidia en la actualidad. La famosa “Casa Amarilla”, el museo “Quinquela Martin”, el inconfundible “Caminito”, el antiguo puente transbordador “Nicolás Avellaneda” y las orillas del Riachuelo; se reconocían como las mayores atracciones del lugar. Me pregunto cómo no repasar aquellas épocas donde los sueños de progreso parecían al alcance de la mano. La Boca nos obligaba a realizar una concreta comparación entre los vestigios de aquel pasado prometedor y la penuria de este presente, forzado.
Al arribar en la terminal del “64”, nuestra aventura comenzó. Una inmensidad de sensaciones invadían el cuerpo. Variados intérpretes y bailarines de Tango, una innumerable cantidad de turistas venidos de todas partes del mundo, vendedores ambulantes, ferias callejeras y un corriente imitador de Maradona que se ganaba el día robando fotografías y regalando autógrafos. Una fiebre de curiosidad, nos hizo transitar el nostálgico “Caminito”. Los intensos colores de sus conventillos atrapaban nuestra visión. Vías abandonadas, tiendas de obsequios y unas estatuillas en representación del General Perón, Evita y Maradona certificando el recuerdo romántico de la historia vivida.
Luego de tanto recorrer, llegamos al 890 de la calle Magallanes. Precisamente con el “Conventillo Verde” que tanto ansiábamos conocer. Este pequeño aposento fue construido en 1863 y conservado desde ese entonces, para en el 2001 ser restaurado y acondicionado convirtiéndose en un espacio dedicado a la expresión cultural. La entrada hacia el interior de la casa se encontraba mediada por una diminuta escalera, que generaba gran desconfianza al invitado en cuanto se dejaba oir el crujir de sus tablones. Cada ambiente, era ocupado por las labores individuales de cada uno de los artista que participaban de la exposición. Paredes blancas intercaladas con chapa de color amarillo, pisos de parqued gastado y techos de chapa del cual tendía una campana de bronce. Pies de antiguas máquinas de cocer utilizadas como mesas combinadas con un conglomerado de sillas impares. Varios recipientes de vidrio cargados de agua remitiendo a una suerte de armonización espiritual y corporal de la cual se deleitaba explicándonos la anfitriona del lugar, al unísono de una melodía clásica renacentista y el aroma puro a inciensos que invitaban a la utopía de sumergirse en un mundo diferente, cálido e imaginado.Los detalles infraestructurales del lugar, daban cuenta de la escasez de resursos disponibles, de la generosa cooperación y el compromiso asumido por los vecinos de la zona.
En el unico salón de la casa se dejaba relucir la obra de Celia Güichal, actual docente en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. “Paisaje interno, Paisaje externo” se titulaba su muestra. Varias de sus pinturas remitían a paisajes característicos del norte argentino y otras tantas hacían incapié a los pensamientos más íntimos de la autora. El punto en común entre todas, era la pequeña descripción en cuanto a técnica y materiales que se podía apreciar por debajo de cada una de ellas y que en ciertos casos incluía alguna frase célebre acorde a la temática de la pintura siendo también traducida al inglés.
Una de las obras más llamativas fue aquella titulada “Pachamama”. La misma había sido realizada a base de acrílico sobre tela de 40 x 60. La escena estaba dada por una semiesfera de color azul muy intenso. De su centro brotaba una figura amorfa mezcla de tonos rojos, anaranjados y amarillos aludiendo a una suerte de tejido muscular, al órgano fecundativo por excelencia, a la matriz en donde se sustenta el origen de todo ser humano. Por fuera se dejaban visualizar una cierta cantidad de hilos de color amarillo que contenían en uno de sus extremos una suerte de vulvo, de semilla, dirigiéndose hacia el hueco ubicado en la matriz. Claramente, La “Pachamama” nos insertaba en aquella instancia unica en la que se hace posible el encuentro celular, símbolo de la creación misma.
Aquella fusión entre imágenes y fraseos afloraban los sentidos. Un vaiven de ideas e interrogantes provenientes de la vivencia contidiana de cada una de nosotras, se interceptaban con suma libertad. Como en una de las obras titulada “El árbol de la memoria”, la cual hacía referencia a la pregunta por el origen, por la naturaleza de la especie humana; colocando a los genes como punto de partida y determinante de la misma. En un segundo plano, remitía a aquellos eslabones que cada uno de nosotros, en calidad de seres pensantes, construye y archiva en el interior de su mente y que conciernen a experiencias pasadas.

Revisando las obras de los otros artistas hallé una escultura metálica, que captó mi atención de modo evidente. La misma era identificada como “El Incinerador de cartas de amor”. No pude dejar de preguntarme acerca de las diferentes facetas por las cuales a transitado el arte hasta la actualidad. Las distintas corrientes vanguardistas y la instauración de un estilo de expresión un tanto peculiar que se corresponde con el empleo de ciertos objetos o piezas metálicas en deshuso, que comunmente llamaríamos “chatarra”, y que suelen ser utilizados para la creación de obras artísticas. Este era el caso, aquella obra pertenecía a un autodidacta llamado Mario Alberto Antón, el cual reunía las características de aquellos artistas que surgieron bajo la adopción de las nuevas modalidades de progreso y desarrollo asentadas a partir de la era industrial.

Pasada la hora exacta desde nuestro ingreso, resultada difícil abandonar esa acogedora sensación que nos era proveída de aquel sitio. Anotadores, grabador y cámara en mano, continuamos nuestro recorrido. A lo largo de dos cuadras, hallamos un típico bodegón al cual decidimos entrar. Era necesario tomar un descanso. Todos los espacios gastronómicos de la zona compartían un punto en común, el disfrute de la comida era acompañado por melodías del tango interpretadas por hombres y mujeres de manera indistinta, que se ganaban la vida exponiendo sus dotes artísticos.

Terminado el almuerzo, el sol comenzaba a ponerse y emprendimos el regreso a nuestros hogares. Sería difilcultoso retornar a aquel mundo de lo predecible, de lo habitual, que acostumbramos a transitar casi por inercia y del cual resultaba una experiencia inigualable permitirse escapar de a ratos.

Sin lugar a dudas, La Boca, se nos presentaba en todo su esplendor. Con sus penas y sus glorias. Con el sudor en la frente de aquel que, día tras día, se las rebusca al conseguir la porción de pan para llevar a su mesa cada noche, con el artista frustrado, con ese contraste de culturas entre la propia y la del otro, entre lo exótico y la tipicidad de lo autóctono. La Boca, es un mundo que hay que darse la oportunidad de apreciar y por qué no durante su estadía, sumergirse en los desniveles del “Conventillo Verde” que tan encantado estará de recibirlos.


(…) Dedicado a los protagonistas de inclinar lo que sucede
Y combinar el tiempo para una realidad mejor.
A los amigos que traen lo que nunca vimos,
y llevan lo que compartimos.
A los amantes del arte
y a los amantes (…)

Reflexiones

Mi vida “Libre de Humo”
-Día (1): Lloro, grito, me enojo y de golpe paro. No aguanto. Me voy a caminar, una bolsa de golosinas, un pote de helado y una buena peli seguro ayudan.
-Día (2): Empiezo el laburo nuevo. Trato de distraerme y un poco lo logro. Les cuento a todos que ya no fumo más. Que lo dejé. La ansiedad cada vez pasa más rápido. Pd: Mentí. Me siento horrible!
-Día (3): Pareciera que fuese más fácil. Camino hacia casa, no dejo de pensar. Vuelvo a las lágrimas. Extraño su compañía. Extraño nuestros festejos, extraño ese silencio aliviador cuando todo es pena y olvido. Lo extraño en el almuerzo, en la cena, al caminar, en las reuniones con amigos, en la soledad misma…-“Lo extraño”-. Pierdo el control. Corro a buscar aquel libro de autoayuda que conservo desde niña, el mismo que solía usar para los trabajos de investigación de la escuela. Allí estaba, en una de las cajas que quedaron de la última mudanza. Voy al índice y encuentro un capítulo sobre ansiedades. Lo leo y lo releo. Logro tranquilizarme. Nota: Importante acumular información útil para aquellos momentos en los que es necesario reforzar la idea.
-Día (4): Comienzo a notar los pequeños cambios. Duermo mejor, me despierto mejor y tengo los antojos más insólitos. Le prohíbo a mi gente atreverse a fumar delante de mío. Estoy intolerante, cualquier motivo es suficiente para llenarme de ira. Sigo con la idea a viva voz. No me tengo que dejar ganar.
-Día (5): Continúo sin poder concentrarme. Perdí la inspiración. No puedo escribir, no puedo estudiar. Hago planes con amigas. Estando sola en casa corro el riesgo de tentarme.
-Día (6): Por fin lo logré. Me levanto temprano y salgo a caminar. La tarde está hermosa y mejor aprovecharla. La fijación oral continúa, pero las botellitas de agua y los chicles de menta ayudan a controlarla.
Llega la noche y la impaciencia me supera. Las discusiones con vos son interminables. Nuestros criterios son distintos y ninguno de los dos está dispuesto a ceder. Estacionamos el auto en una calle desierta. Tu falta de consideración me agota, me deja sin palabras. Te arrebato un cigarrillo. Lo observo detenidamente. –“¿Vale la pena tirar por la ventana el esfuerzo?”-, pienso. Dejo pasar unos minutos y lo enciendo. Una mezcla de saciedad y taquicardia me invaden. La agonía había terminado. Seguimos viaje y sigo fumando. Miento y digo que volveré a dejarlo mañana. Proclamo la idea y se que no estoy siendo honesta.
Me relajo y dejo pasar los días. Se va acercando la fecha de la operación y la angustia me va aniquilando. Guardo bajo llave el instinto de conservación. Me coloco excusas. Aquella mañana en cuanto ingrese a la clínica todo habrá cambiado, pienso. Ya es un hecho, una decisión, una apuesta al futuro.
22/4/2008
Es martes y el día termina justo aquí en la parada del “15” que me devolverá de regreso a casa. Más de lo mismo en la clase de Antropología. El Hospital Naval desolado para variar y yo tiritando del frío, cansada de viajar, cansada de esperar y famélica del hambre acumulada. A lo lejos veo el colectivo acercarse. Subo y está repleto. Ni un asiento libre. Pago el boleto y trato de buscarme un lugarcito cerca de algún asiento. Nunca llegué a sostenerme de las barandas del techo, la poca estatura jamás me lo permitió.
Dos filas de asientos más atrás una parejita “Ponja” va conversando muy alegremente. Él de camisa a cuadros, pantalón de vestir y zapatos. Ella con un gran escote y todas las joyas encima. Daba la impresión de que concurrirían a algún evento o que regresaban del mismo. De todos modos me resultaba extraño. La expresión de admiración en sus rostros, aparentaba como si se sintieran montados en una atracción. Como si estuvieran haciendo un recorrido turístico o como si estuvieran mirando una comedia musical. Les faltaban los pochoclos.
Minutos después se desocupa un asiento y corro a sentarme en él. A mi lado viajaba una mujer bastante mayor que iba observando su teléfono celular como si esperara recibir un llamado. Su mirada era nostálgica. Comencé a preguntarme cuántas veces cualquiera de nosotros fuimos atrapados por esa incertidumbre entre la expectativa del logro y lo concreto.
A lo lejos se dejaban oír dos jovatas. Con los años me he convertido en una experta en la escucha de conversaciones ajenas y los transportes públicos son mi gran deleite. Esta vez no era la excepción. Mi oído se agudizaba. Por supuesto, la figura principal de la historia era un hombre y como para variar el pobre fulano no se veía muy favorecido.
Faltaba muy poco para llegar a destino y tan entretenida estaba que pretendía quedarme. Finalmente me decidí a bajar. Caminé hacia casa y de a poco una sonrisa iba dibujándose en mi rostro. Todas las noches, al final del día, la hostilidad de la ciudad me seducía. Me dejaba ir más allá. Me resultaba inspiradora. Y el saber que pronto me reencontraría con los míos resultaba un placer único.
17/05/2008
Sueños
Corro y no te alcanzo, por poco te pierdo de vista. Me detengo en la acera de una calle. A lo lejos una luz tenue que me impide ver el final. El abismo ante mis ojos. El cielo en escala de grises. Continúo corriendo y finalmente te dejo ir. Caigo rendida y me desvanezco. Allí me despierto, entre las lágrimas y el no saber. Con el interrogante y las conjeturas sobre la palma de mis manos. Me despierto y ya no estás en escena. Para mi tranquilidad, no estás en escena…
19/05/2008
Un mal común
¿Hasta qué punto somos capaces de soportar por amor?. O mejor dicho, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a ceder en esa encrucijada entre el amor propio y el amor por el otro?.
¿En qué momento el derecho a réplica se convierte en el equivalente de la falta de respeto?. Alguna vez escuché que el límite propio termina donde comienza el del otro. Esta frase es en ocasiones proclamada como regla, como pauta a seguir. Pero en la realidad cotidiana es violada por completo.
El amor de pareja es un sentimiento que vale la pena vivir, coincido. He inmediatamente me cuestiono, por qué ese sentimiento que se reconoce como uno de los tantos indicativos de felicidad o condición de la misma, de un instante a otro, se transforma en una lucha de egos e intereses contrapuestos.
¿Será que el amor y las relaciones modernas también se han capitalizado?. Allí es donde entra en juego el lenguaje y las diferentes interpretaciones de esa realidad que es única y compartida. Y por defecto se produce el encuentro y el desencuentro con el otro y sus deseos de ser.
A nosotros nos encerró el desencuentro y la tensión fue acrecentándose hasta llegar a esa ruptura tan esperada. Luego devino el llanto, la nostalgia por la pérdida y la incertidumbre a transitar ese camino de soledad del que tan desacostumbrados estábamos.
Se comienza por desconocer al otro. En la desesperación comenzamos a estipular, a poner en práctica la construcción de supuestos que en su mayoría escapan a la verdad. Y finalmente se instala el sarcasmo como vehículo de salida.
Así es como nos volvemos reacios a ese sentimiento que alguna vez defendimos con uñas y dientes y por el que nos vimos favorecidos en más de una oportunidad. Entonces el nuevo intento implica mayor esfuerzo y el compromiso propio de aspirar a no tropezar, nuevamente, con la misma piedra.
(…) “Es sorprendente la facilidad con que uno puede taparse los ojos, yo era como el hombre que sigue un rastro de huellas ensangrentadas a través de la nieve, sin comprender que alguien ha sido herido” (…).
22/05/2008
En blanco y negro Buenos Aires
Cada mediodía luego del almuerzo asomo mi cabeza por el balcón de la oficina en busca de una pequeña aproximación de civilidad. Por desgracia siempre observo lo mismo, la ciudad en constante movimiento.
Jóvenes y niños saliendo del colegio, alguna que otra parejita de tórtolos enamorados marchando a la luz del sol, los típicos paseadores de perros que recorren la misma cuadra de una esquina a la otra, autos que estacionan, autos que aceleran y el semáforo de rojo a verde, de verde a rojo…amarillo.
De frente, un edificio de mayor altura al nuestro me ofrece una mirada más íntima. Algunos limpian, otros miran tv, otros toman una siesta y a la derecha siempre está allí ese muchacho de cabello oscuro que enciende un cigarrillo y me saluda amablemente. Cada día la intriga nos acerca aún más. Esa cosa de jugar entre lo incierto, de resguardarse en el silencio, de sentirse a salvo, nos resulta atractiva.
Del lado izquierdo, la terraza de uno de los tantos colegios de la zona. Un grupo de chiquitines se reúnen en fila. Corren, se caen, ríen, lloran y se quejan jugando a la mancha. A los pocos minutos se escucha el sonido del timbre y las maestras salen a su encuentro. Los niños regresan a sus aulas. El juego a terminado.
Y desde el balcón del 12º “A”, la vida sigue y sigue. Puntualmente, de lunes a viernes a las 14:30 horas.
26/05/2008
¿A qué solemos llamar “Felicidad?
Muchos la ubican en un extremo como si uno pudiera ser o no feliz. Como si uno pudiera ser o no exitoso. Como si uno pudiera o no ser afortunado. Y yo continúo preguntándome si es correcto pasar la vida de un lado o de otro de la cuerda.
La felicidad es un estado, es un modo de ver, de sentir. Es una elección de vida. Es la capacidad de todo ser humano de poder comprender lo maravilloso que hay enfrente suyo, sin dejarse obstaculizar la mirada por aquello que no le es grato. Es sentirse amado, es sentir la vida y no esperar más allá. Es sentirse en plenitud con lo propio y lo ajeno.
Y es así como algunos pocos sabios comprenden la grandeza en el canto de los pájaros, en la oscuridad de la noche, en el roce de la lluvia escurriéndose entre los dedos o en el estallido del sol cada amanecer cotidiano. Y es así como otros tantos quedan en el camino absorbidos por la penuria.
Consultorio amoroso
La manía cibernética se traslada a cada semana laboral. Charlas de poca relevancia atraviesan mañanas y tardes enteras, haciendo que las obligaciones sean menos agobiantes y los tiempos transcurran rápidamente. Chistes entre amigos, conferencias, anécdotas, consejos y algún que otro comentario de alto voltaje se descubren desde esas pequeñas ventanas de color anaranjado que titilan acompañadas de una inconfundible alerta.
Ceci comenzó hablándome sobre Santiago, el chico que sutilmente le arrastra el ala. Para su desconcierto, él estaba un tanto insistente y la invitaba a salir por cada tres renglones de conversación. Casualmente horas más tarde, Flor iba a buscarme por la oficina en cuanto se cumpliera mi horario de salida. Previo a nuestro encuentro, sube al mismo colectivo en el cual viajaba Santiago. Comenzaron hablando de Ceci para luego llegarle el turno a Gustavo, el reconocido pretendiente de Flor y viceversa.
18:30 puntuales, Flor me esperaba en la puerta de entrada al edificio. Minutos más tarde yo debía concurrir a la consulta con el Dr. Autiero, mi urólogo de cabecera. Ella iba a acompañarme. Camino a la clínica me comentó lo sucedido con Santiago y los detalles de lo conversado con él. No podíamos parar de reír. Por alguna razón ese día estábamos telepáticamente unidas a través de una red de discusiones e interrogantes y todo tenía que ver con hombres. Comencé a sentir que retrocedía a mis quince años, cuando todo era más sencillo y las charlas rondaban entre los chicos que nos gustaban y el único inconveniente posible era elegir el vestuario con el que íbamos a lucirnos en la reunión del sábado y conseguir que mamá me dejara volver una hora más tarde de lo acordado a casa.
A veces es necesario darse ese tipo de privilegios y retroceder en el tiempo en busca de esa inocencia perdida. Creo que cada una de nosotras continúa guardando un pedacito de esa niñez, que en ocasiones especiales es bueno tener a mano. Por lo menos yo, de tanto en tanto, abro esa pequeña caja de zapatos en donde guardo aquellos recuerdos que quiero conservar en los años que me resten, y cada vez que me reencuentro con ellos es esa misma sensación de nostalgia la que me atrapa que por un momento me permite regresar a ese mundo de fantasías, en donde el amor es ingenuo y las relaciones humanas más espontáneas.
02/06/2008
(…)” Era diferente, lo fue; porque había una especie de comunión, y cuando hacíamos el amor, parecía que cada duro hueso mío se correspondía con un blando hueco suyo, que cada impulso mío se hallaba matemáticamente con su eco receptor,…tal para cual…, igual que cuando se acostumbra a bailar con la misma pareja. Al principio a cada movimiento corresponde una réplica, después la réplica corresponde a cada pensamiento. Uno sólo es el que piensa; pero son dos cuerpos los que hacen la figura” (…)
De mi querido Mario Benedetti en “La Tregua”

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Encuentro siniestro

Eran casi las nueve de la noche y Rodolfo no sabía qué ropa ponerse para ir a la fiesta. Después de haberse separado de su ex mujer, había salido muy pocas veces a fiestas con amigos. Estaba bastante descuidado, la barba la tenía crecida, había aumentado unos kilos y la bebida era su mejor compañía. Flor, su vecina iba a celebrar su cumpleaños y le invitó: -¡Véngase en un ratito para mi casa, voy a preparar una comida, va estar lindo y también vendrán amigas solteras!- le dijo Flor. Rodolfo decidió ir, aunque él siempre buscaba en las mujeres que le presentaban sus amigos, algún parecido a su ex mujer. Rodolfo estaba obsesionado, se negaba a enamorarse de otras. Había salido con varias mujeres, se divertía, se emborrachaba, pero con ninguna se comprometía en algo más serio.
Eran casi las diez y media y Rodolfo estaba aún en su casa, se vistió con pantalones Jeans azul oscuro, una camisa blanca y zapatos mocasines nuevos. Se miró en el espejo, se afeitó y se perfumó las mejillas. Salió rumbo a la casa de Flor.
Era otro esa noche, su apariencia había mejorado. Entró a la casa y se acercó a saludar a Flor y los demás invitados y vecinos, había música y todos brindaban y bailaban muy contentos. El ambiente era muy amplio y había mucha gente. De pronto vio a una chica que llamó su atención, de tez clara y cabellos ensortijados de color castaño. Rodolfo quedó impactado, se acercó a ella y le preguntó si quería bailar, ella le respondió que sí. Él sintió una sensación de placer al tocarla mientras bailaban. Le preguntó su nombre, ella le dijo que se llamaba Hortensia. ¿Eres del barrio, nunca te vi por acá? dijo Rodolfo. Ella le respondió: ¡No!, acompaño a una amiga que conoce a Flor. Ella le agarró el hombro mientras bailaban. Empezaron a beber cerveza y bailaban juntos. Habían pasado unas horas, y Hortensia le pidió que la acompañara a la casa de su amiga, tenía que sacar sus cosas, porque viajaba temprano y faltaba poco para que amaneciera. Rodolfo accedió al pedido y decidió acompañarla. Salieron de la casa y Hortensia le dijo que irían caminando, porque la casa de su amiga estaba cerca. Hacía frío afuera, apenas algunas personas en la calle y aún estaba oscuro, al salir un perro callejero les ladró y los persiguió una cuadra. Caminaban por las calles a poca luz, la luna los iluminaba. Rodolfo estaba con unas copas de más, se mostraba muy atento y cariñoso con ella, le contaba algunas experiencias. Se alejaron bastante, ya ni se escuchaba el sonido de la música a gran volumen que había en la fiesta, Rodolfo un poco ansioso le pregunta: ¿Cuánto falta para llegar?, ella le respondió que faltaba poco, sólo unas cuadras más, pasando el cementerio del pueblo. Se había terminado el asfalto, se podían ver algunos pastizales crecidos que bordeaban el camino. La temperatura había bajado unos grados. Hortensia le pide a Rodolfo que la abrazara porque tenía frío. Al abrazarla Rodolfo sintió un escalofrío, una situación para nada placentera como la del momento en que estaban bailando, sintió frío y algo extraño. De pronto agachó la mirada y sentía los pasos pero sólo de él, estaba aún oscuro, no alcanzaba a mirarle los pies, ella llevaba puesto un vestido largo, intrigado mira de nuevo al piso y vio debajo del vestido a la altura de los pies de Hortensia, patas de un animal parecidas a las de un ave, pero con dos dedos en vez de tres. Muchas veces escuché que el diablo tiene patas de gallo con dos dedos, a otros decir que tiene patas de cabra. Quedó tan impresionado que no pudo hablar, levantó la mirada y las pupilas de los ojos de Hortensia eran rojas y lo miraba fijo. La soltó de inmediato y empezó a correr sin mirar atrás, no paró y corrió hasta llegar a la casa de Flor. Entró y estaba tan pálido que le preguntaban que le había pasado, porqué se había ido de la fiesta. Rodolfo aún asustado y confundido, no entendía lo que le había pasado. Le preguntó a Flor por Hortensia si la conocía, ella le respondió que no la conocía y tampoco a su amiga. Ninguno de los invitados las habían visto en la fiesta.- ¡Pensé que no te había gustado la fiesta, que por eso te fuiste y hasta algunos invitados me decían que estabas tan ebrio que te habían visto bailar solo!, agregó Flor. Rodolfo se quedó callado, no dijo nada más. Se abrió un botón de la camisa, respiró profundo y se marchó.

martes, 25 de noviembre de 2008

”La ciudad y (nos)otros”




Este viaje comienza una noche diferente a todas, una noche en que Buenos Aires y sus alrededores está desierta, es feriado, no queda nadie, la clase media se esfuma por tres días, los porteños invaden las ciudades costeras, el interior, y la metrópolis y sus alrededores queda desierta, o al menos eso parece.
Este viaje comienza una noche diferente a todas, no hay horarios, no hay obligaciones, los relojes no sirven de nada, el celular tampoco (si no queda nadie).
Este viaje comienza para descubrir una Buenos Aires que creo conocer.
Este viaje comienza en una de las zonas más paquetas de la ciudad.

La ciudad “bian” y la otra
Figueroa Alcorta y Jerónimo Salguero: Paseo Alcorta, las mejores marcas, un jean $700, zapatillas para el caniche, el Malba, turistas, acentos de todas partes, de Brasil a Alemania, de China a Estados Unidos, dólares, torres residenciales, espacio público perfectamente planeado y ejecutado, avenida Del Libertador, cuatro por cuatro, Mercedes Benz, Toyota y Alfa Romeo a toda velocidad.
Pero en la parada del 130 soy testigo de una escena que parece fuera de lugar, que no se corresponde con este barrio tan “europeo” (tan primer mundista). Corta el semáforo y un grupo de 4 o 5 chicos (ninguno tiene más de siete u ocho años) se dispone a hacer malabares y otras “gracias”, pasan por delante de los conductores, ninguno baja el vidrio. Vuelve a cambiar el semáforo, los mercedes, las coupe, las cuatro x cuatro arrancan. Los chicos están descalzos. Zapatillas para el caniche. Los chicos meten las narices en una bolsita. Son invisibles, porque si no incomodan, molestan en medio de tanta perfección.

Llega el 130, viajar en colectivo un feriado no es lo mismo que viajar en colectivo. Los coches vienen vacíos, fantasmagóricos, no hay colas interminables, no hay apretujones, empujones, gente enlatada y transpirada, impaciente, no hay frenadas bruscas, no hay trafico que nos demore. Un feriado somos pocos los viajeros, cada uno ocupa un asiento bien lejos de los demás, cada uno va absorto en sus pensamientos, nadie parece estar apurado por llegar a ningún lado.
Avenida Del Libertador derecho. Patio Bulrich, un jean $900. Más mercedes, más edificios paquetes. De pronto el paredón del tren. Estamos cerca de la estación de Retiro, estamos cerca del Sheraton, de las torres de corporaciones internacionales. Intuyo (porque el paredón me impide verla) que estamos todavía más cerca de Villa 31. La villa más codiciada por su ubicación, una de las más antiguas y más conocidas del país ¿Conocida? ¿Cómo puedo conocerla si nunca entré, si no puedo verla? La imagino más allá de las tres vías de los ferrocarriles tal y como me la mostraron los medios, pero desde acá o detrás de una pantalla de TV no puedo sentirla, respirarla, o vivirla, no puedo conocerla.
La villa queda atrás. El centro porteño. Gente durmiendo en las recovas, calles angostas, desérticas, abandonadas hasta el martes por la mañana, persianas bajas, los carros de cartoneros son los únicos que no descansan. Corrientes, emblemática, el Luna Park, el Correo Central, acá hago un trasbordo.


Al Sur

Mientras espero al “blanquito” (como se conoce en zona sur al 159) ramal “L” roja recorro la escena, una escena que se repite siempre que hay terminales de colectivos: puestitos callejeros de comida “al paso”, un chori y una coca $2, boleterías, mugre, hileras de colectivos dormitando en espera de la próxima vuelta. Falta la masa de aves desesperada por unas migajas, falta la masa de gente desesperada por abordar las unidades, claro, es de noche y es feriado.
El “blanquito” parte, es el último, esta noche ya no salen más. En la era de la comunicación, después de la hora 0, el conurbano queda incomunicado.
Comienza el viaje hacia el sur, nuestra próxima estación, algún punto en medio del partido de Quilmes.
La Catedral, el Cabildo, la Plaza de Mayo, la Pirámide, la Rosada se aparecen solemnes, majestuosos, ¿postal de Buenos Aires? Hay más, sus muros guardan celosamente miles de historias desde antes de que este Estado tuviera historia, la historia de todos: un 25 de mayo, revoluciones y contrarrevoluciones, los golpes, un bombardeo, un 17 de octubre, una ronda y pañuelos blancos, marchas y contra marchas, cacerolas, un diciembre de 2001, represión y festejo, alegrías y desgracias ¿Qué más?
El blanquito pasa por La Boca, hace poco estuve por acá. La excusa fue ver una muestra de arte, lo que vi lo definí como un pequeño cambalache del siglo XXI: La Bombonera, los conventillos, el puente nuevo y el viejo, Discépolo, Perón, Evita y Maradona, inmigrantes y extranjeros, pasta, asado y pochoclo, un lugar donde todo se mezcla y se aturden los sentidos. Otra vez el hedor inconfundible del Riachuelo.
Cruzamos el nuevo puente Nicolás Avellaneda, cruzamos. Si Palermo llama la atención por la exuberancia de sus edificios y canteros, por cada vereda cuidadosamente diseñada, Dock Sud sorprende por la carencia, el desorden, la improvisación, calles de tierra (el asfalto es un lujo que solo unas pocas cuadras poseen), casas de chapa, madera y basura. Crucé. Me siento extranjera ¿Soy extranjera en tierras bonaerenses? Al menos mi cara, al oír las referencias de un “lugareño” sobre la parada donde tengo que bajar, debe decir que vengo como “turista”: “cuando agarra La plata, después del descampado es la primera”.
Este es el disparador para una de esas fugaces charlas de colectivo: “que el transporte público es un desastre, que no puede ser que después de las 12 no se encuentre un colectivo, pero que es comprensible con la inseguridad esta muy difícil, hay zonas liberadas, de día es tranquilo, pero de noche hay que tener cuidado por donde se anda, que no anda casi nadie por la calle”.

Quilmes es partido de río (contaminado, igual que todos), cuyo nombre posee múltiples y contradictorios significados: lo hereda de un aguerrido pueblo originario, masacrado por la conquista española. Se lo presta a una cervecería que por más de un siglo representaría la cerveza argentina, hoy brasilera.
Casas humildes, se intercalan con otras aún más humildes y con esqueletos de fábricas que murieron hace más de una década. Un barrio obrero separado de otro por amplios pastizales, interrumpidos a veces por algunos asentamientos.
Finalmente pasamos el descampado de avenida La Plata, mi ocasional compañero de viaje me avisa que es la próxima, nos despedimos.
La Plata y calle 330 bis, llego a mi primer destino en este viaje, la casa de mis parientes quilmeños.
Durante la cena familiar que consistirá nada más ni nada menos que en pizzas amasadas en casa (nada de pre-pizza, nada de delivery’s) surgirán infinidad de temas de conversación (eso sí, con la tele de fondo, igual que en casa) que me darán una idea de lo distinto que es la vida en provincia: Que hace un rato vino La Chola y trajo higos, dice que la higuera está como loca dando frutos; que Tito, el de la vuelta, se pasó con el asado que se mandó hoy en el club; que mañana se termina el torneo barrial de fútbol que se juega en el potrero, etc.
A la mañana siguiente, la luz del día me permitirá encontrar aún más diferencias: veredas anchas, anchísimas, pobladas de chicos que juegan sin preocupación alguna, más que meter un pie en la zanja, el verde crece salvaje por todas partes, todos se saludan, se conocen, me llama la atención, pienso que por casa gracias que saludamos al del departamento de enfrente.
En cierta conversación con algún otro quilmeño saldrá el inevitable comentario de que la mayoría de los porteños somos creídos.
Después de la tradicional mateada matutina, tengo que despedirme, todavía me falta explorar “el norte” y ya faltan pocas horas para que la vida vuelva a su rutina habitual.

Vámonos pa’l norte

Ahora cruzo la capital en sentido inverso, voy hacia zona norte. Paso por Colegiales, Belgrano, la barranca donde terminan los colectivos imita la imagen del Correo.
El 15 cruza General Paz, en seguida agarra Ruta Nacional Nº 9, ambiciosa obra de ingeniería que pretende unir toda América a través de una única autovía, más conocida como La Panamericana. Atravieso las localidades más ricas del conurbano, Martínez, Vicente López, San Isidro y Tigre, siempre Panamericana derecho.
El mito del norte rico y el sur pobre se repite. ¿Existe un norte rico?, ¿o es un norte de contrastes mucho más marcados?
Center Norte y Unicenter, otra vez los mega shopping, las grandes marcas. Torres de oficinas, empresas multinacionales, caballerizas de purasangres. Olor a basura quemada.
A determinada altura del camino el paisaje se volverá más campestre, zonas cada vez menos pobladas, cada vez más extensiones de pastos interrumpidas, igual que en el sur, por asentamientos, la diferencia es que aquí se intercalan con quintas, con barrios privados o countries. La Cava y San Isidro Club. Campos de Golf, canchas de tenis y mortalidad infantil.
Después de muchos countries y muchas villas llegamos al cruce con Ruta 202, esta es la última parada. Bajo del 15, bajo de Panamericana. Podría estar en Quilmes, podría estar en el Correo, pero estoy en Don Torcuato. Es la misma escena otra vez: muchos colectivos vacíos, puestitos de comida, pobreza. Apenas unas cuadras me separan de un barrio de quintas, de casas con piscinas, de garitas de vigilancia en cada esquina. Cuatro por cuatro y “pibes chorros”.
Es en una de estas casas donde nos esperan amigos y familia para disfrutar de un asado de feriado. Las conversaciones del almuerzo también tendrán un amplio repertorio, pero bastante diferente al de la cena en Quilmes: que la política y la inflación, que cómo salió el Hindú Club (el equipo de rugby local), los próximos eventos del barrio, la inseguridad en aumento constante, la movida de la noche por la zona.
El verde acá también crece por todas partes pero en prolijos jardines, los chicos también juegan tranquilos en las veredas, pero altos muros dividen su realidad de la de muchos otros chicos. En zona norte la vida es más tranquila, más pausada, más silenciosa que en capital, igual que en zona sur, pero tienen sabores diferentes. El norte es rico y es pobre, las brechas sociales son enormes.

Fin de la pausa, fin del viaje
Otro fin de semana largo más se va y otra vez se repite la conocida escena de los embotellamientos eternos de aquellos que vuelven de las mini vacaciones, de los viajes relámpagos, de las escapaditas ¿Me pregunto de qué escapan? Inevitablemente, cada vez que disponemos de tres días libres en el almanaque, cientos, o miles de hombres y mujeres que habitan en esta megalópolis que es Buenos Aires y el cordón urbano que la rodea de extremo a extremo, arman los bolsos y se fugan, desesperados hacia la costa, las montañas, la nieve. ¿Le huyen a las presiones, a las responsabilidades? ¿Escapan tal vez del cemento, las interminables torres, el humo, el ruido, los bancos, los horarios, el ritmo siempre acelerado de la vida urbana? ¿O buscan alejarse de la rutina, lo cotidiano, lo de siempre, lo que ya conocen? ¿Conocemos Buenos Aires quienes habitamos en ella?
Nací y me crié en esta (tantas veces llamada) “jungla de cemento”, en veintidós años pocas veces tuve la oportunidad de ir mucho más allá de General Paz, aquella ancha avenida que delimita capital del conurbano. Buenos Aires y sus alrededores no pueden serme desconocidos y sin embargo hoy me sentí ajena a esta ciudad.
Mientras vuelvo a casa (otra vez arriba del 15) se me cruzan muchas preguntas:
¿Hoy hay zonas ricas y zonas pobres perfectamente delimitadas o las fronteras de una y otra desaparecen, se funden? ¿Me sentí más segura en la estación del Correo Central en el corazón de la city porteña que en una bajada de Panamericana o en la Estación de Quilmes? ¿Podemos pasar todos los días frente a la pobreza extrema y la riqueza desmedida, mezclado todo en un mismo “cambalache”: el hambre y la ostentación en una cuadra, y no notarlo?
Recorrí tres mundos, cada uno con sus particularidades, cada uno con sus lugares comunes, que me recuerdan que los tres son parte de una misma Gran Ciudad. Tres mundos que crisis tras crisis fueron abatidos por la pobreza, por la desconfianza y por el miedo que atraviesan de norte a sur la provincia (o el país entero). Las diferencias socioeconómicas resaltan más en algunos lugares que en otros, pero traspasan a toda la sociedad, borrando distritos, localismos, límites políticos, sociales, artificiales o no.
Recordé la primera experiencia en La Boca, hasta entonces un mundo que creía desconocido, y entendí que La Boca no es un mundo aparte, la Boca es todo Buenos Aires condensada en unas pocas cuadras. El territorio bonaerense y la ciudad autónoma, son tierras de colores brillantes y de grises; de puerto y de industria olvidada; de aromas superpuestos; de tango y de cumbia villera; de sonidos y de silencios; de delta y de microcentro; de mito y de verdad; de política y de futbol; de arrabal y de bulevares; de moda y de arte; de lujo y de miseria; de consumo y de carencia; de río y de riacho; de sabores de acá y de allá; de cemento y de barro; de hormigón y de chapa.
Hoy convertí lo familiar en exótico, miré las rutinas, lo cotidiano de la costa rioplatense, con otros ojos, con ojos de extraña y encontré a la Buenos Aires europea y a la Buenos Aires latina, el emporio de lo importado y la capital del cirujeo, todo junto.
En esta pausa del calendario, en este viaje a través de un viejo y conocido lugar, aproveche para ver con otros ojos mi ciudad y sus suburbios, para encontrar algo nuevo en lo de siempre.

lunes, 17 de noviembre de 2008

En el paraíso

Estaba sentada. Abrí los ojos. Miré poco. Me encandilé. Tape mi cara con las manos. Las corrí. La claridad traspasaba mis párpados. Toqué arena. Clavé los dedos. La superficie caliente pero no quemaba, abajo fría. Escuche el ruido del mar. Calma. Viento. Abrí de a poco los ojos. No conocía el mar, era más azul de lo que imaginé. Fregué mis ojos. Llené mi cara de arena. Mire para todos lados. Me levanté y corrí hasta tropezar con una ola. Tragué agua. Se me escapó una lola. La acomodé. Me levanté. Vi peces que nadaban a mí alrededor, mis pies. Fui más profundo. Todavía veía mis pies. Volví a la orilla, corrí, salté y pateé las olas. Frené. No había nadie. Miré para todos lados. No tenía mi celular. Parecía una isla. En el centro palmeras y árboles. Caminé. Llegué hasta unas rocas que crucé sin dificultad. Escuche música, Bob Marley. Del otro lado más playa, más arena, pero encontré un parador de madera, con techo de paja y algunas mesas. En el mostrador un joven, rubio de ojos celestes me miró. Sonrió blancura. Me hizo señas. Desde las rocas peiné mi pelo con las manos. Todavía lo tenía mojado. Bajé. Quise caminar lento. La arena quemaba y corrí. Era un poco más amarilla que la que había dejado atrás. Llegué hasta el parador. Me dolían las plantas de los pies. El joven se acercó con el torso desnudo y un traje de baño negro hasta las rodillas. Me dio la mano. El mejor apretón de manos de mi vida. Firme, con fuerza pero sin lastimarme. No solté su mano. Él tiró. Lo solté y mordí mi labio inferior. Sonrió y me llevó hasta la barra. Me senté en una banqueta. Se fue del otro lado y me convidó con un jugo de naranja. No hablamos, solo nos miramos. Terminé el jugo y me sirvió más. Miré el vaso. Tomé con los ojos cerrados. Lo sentí a mi lado. Puso su mano en mi muslo. Dejé el vaso en el mostrador sin ver. Su otra mano en mi nuca. Abrí los ojos. Nos miramos. Acercó mi cara a su cara. Cerré los ojos. Tragué saliva. Me besó. Lo dejé besarme. Quise acomodarme, tantee el mostrador y caí de la banqueta. Estaba oscuro, en mi cuarto, en el piso y con la cama desarmada. Patch, mi perro, me había tirado de la cama.

Cansada de sobrevivir

María conoce un lugar que solo existe cuando se apaga su día.
Vuelve de trabajar después de las ocho de la noche. Antes de llegar a su casa visita la verdulería. Un tomate, un zapallito, una zanahoria, todo de a uno. Se detiene en el portón de madera que no tiene número. Mira hacia los lados para asegurarse de que nadie la observe. Deja la bolsa de verduras en el piso. La mano derecha la coloca sobre la parte del portón que queda inmóvil y tira hacia ella, con la izquierda empuja hacia adentro. Se abre. Agarra la bolsa. Desde adentro cierra con el pasador de hierro oxidado. Un camino de adoquines la lleva hasta la entrada. Tufa, su gata siamesa, aparece de la nada, pasa entre las piernas de su dueña una y otra vez hasta que abra la puerta. María la saluda y le pregunta como fue su día. Vuelve a dejar la bolsa en el piso. Busca las llaves en la cartera. Cinco minutos. Siempre se pregunta por qué no las buscó antes. Las encuentra y abre las tres cerraduras. Deja pasar a Tufa primero, entra y vuelve a cerrar con las tres llaves. Camina un pequeño pasillo. Sin encender las luces y sin entrar en su cuarto tira la cartera, el saco, la bufanda y el gorro en la cama. Sigue por el pasillo. Ya en la cocina enciende la luz, deja la bolsa de verduras en la mesa. Enciende el horno y deja la puerta abierta para calentar un poco la casa. Nunca le gustaron las estufas. En el equipo de música que tiene en la cocina pone un cd de Enya. Lava y corta en cubos las verduras. En el secador al lado de la pileta dos platos de cerámica y un juego de cubiertos. Pone las verduras en uno de los platos y lo tapa con el otro. Tres minutos y medio en el microondas. Los cubiertos en la mesa, el rollo de servilletas, la sal, una botella de agua y el plato de su compañera. Tufa maúlla. Las verduras ya están listas. En el plato verde de plástico de la gata pone sus porotos. Le divierte decirle porotos a la comida balanceada.
- Que ricos porotitos- le dice María mientras Tufa come sin esperar que su dueña se siente.
Cenan. No se interrumpen. Se acompañan. María agarra la botella y toma agua del pico. Diez minutos después lava los platos y los deja en el secador para usarlos la noche siguiente. Pone agua a hervir. Va al baño, se lava los dientes. Se baña cada dos días. Hoy debería hacerlo, pero no tiene ganas, prefiere ir a la cama temprano. La pava silba. Enjuaga el sepillo de dientes, lo seca con la toalla de manos y lo deja en el vaso que tiene junto a la pileta. Vuelve a la cocina y se prepara un té de menta peperina con tres chorritos de edulcorante.
Se va a su cuarto. Todo lo que había tirado sobre su cama lo coloca sobre una silla. Se pone una camiseta de futbol que hace de pijama. Enciende el velador que tiene en su mesita de luz y apaga la otra. Mira por la ventana antes de cerrar la persiana. Le gusta mirar la luna, sobre todo cuando parece la sonrisa del gato de una de sus películas preferidas de su infancia. Se acuesta en el medio de la cama de dos plazas. Tufa a su lado. Mira el reloj, son las nueve. Configura el despertador para las siete de la mañana. Se toma el té. Agarra el libro que deja bajo su almohada y lo lee hasta dormirse.
Sonríe, siempre sonríe mientras duerme. Su sueño siempre es el mismo. Pero para María no es un sueño. Es su realidad, la que siempre elige cuando se apaga su día.