miércoles, 10 de diciembre de 2008

“Al que madruga, Dios lo ayuda” dice el refrán; pero a qué conclusiones se pueden llegar a partir de esta afirmación. “(…) Los refranes son sentencias breves, habitualmente, anónimas (…)”. Cada uno de ellos posee una suerte de valor consensuado o, mejor dicho, popularizado que va trasmitiéndose de generación en generación tal como un legado y se refieren a observaciones devenidas de la experiencia colectiva a lo largo del tiempo y que abordan las temáticas más diversas.
El vocablo Dios remite a un ser supremo que pertenece a las religiones monoteístas. Dios es aquel que todo lo puede y es sinónimo de bondad. Dios encarna una figura divina y universal, piadosa de aquellos necesitados y defensora de las causas nobles. Dios ayuda a todo aquel que así lo merezca y que, como bien se emplea en la jerga religiosa, no haya cometido ningún pecado.
Por otra parte, suele asociarse la acción de madrugar con todo aquel ser humano que se sacrifica para lograr sus objetivos y que como tal es merecedor del éxito.
Hay un tinte un tanto discriminatorio en la idea que expresa dicho refrán. Una buena dosis del buen optimismo capitalista y religioso. ¿Todos aquellos que no son practicantes de alguna de las religiones en las que Dios es protagonista no merecen ser ayudados, ni tampoco merecen triunfar en sus acciones? ¿Todo aquel que haya accionado de modo equivocado no es merecedor del éxito? ¿Qué sucede con aquellos que no aprovechan al máximo sus tiempos ni trabajan duro ni son sacrificados?.
Del lado marginal siempre queda lugar para aquel que no invierte su esfuerzo en cumplir con sus objetivos y termina siendo sentenciado en los tribunales de la justicia divina. Aparentemente no es meritorio tener capacidades innatas ni tampoco lo es haber tenido suerte. Como todo en este mundo, en el cielo también hay lugar sólo para unos pocos.






Nuestra Constitución Nacional establece a lo largo de su Artículo 14 que Todos los habitantes de la Nación gozarán del derecho a publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio, pero qué nos dice respecto de esto la historia Argentina.
Entre 1930 y 1983 la Argentina ha vivido un largo período marcado fundamentalmente por seis golpes de Estado en simultáneo con pequeños períodos de democracias débiles. Esos golpes fueron llevados a cabo por las Fuerzas Armadas, en varias ocasiones, con apoyo de civiles. Así fue como se impusieron gobiernos de facto interrumpiendo la vida constitucional del país con el mero precepto de “garantizar el orden”.
Secuestros, tortura, tráfico de bebés, exilio, violencia, muerte y corrupción. En esos términos lo definen sus sobrevivientes, aquellos que permanecieron en silencio o fingieron estar de acuerdo con los que gozaban del poder. Lo cierto es que todo aquel que se opusiera al modo de pensar y obrar sostenido en aquella época corría el riesgo de ser fusilado y a posterior figurar en una de las tantas listas de desaparecidos. Rodolfo Walsh era uno de ellos.
Periodista, traductor, comunicador, militante, revolucionario, emblemático y comprometido; así es como lo conocí a Walsh. Escritor de cuentos y novelas, y de obras como Operación Masacre y Quién mató a Rosendo en las cuales revela su espíritu de investigador y su gusto por el género policial.
Walsh fue escritor toda su vida o, mejor dicho, su vida era la escritura. Prueba de ello son la convicción y la valentía con la que se ha desenvuelto en sus últimos días escribiendo la Carta Abierta a la Junta Militar en la cual denuncia las acciones ilícitas que ha llevado a cabo el gobierno en cuestión, realizando una crítica directa respecto del proceso del que estaba participando. Walsh fue y es ejemplo a seguir. Un intelectual que ha sabido hacer empleo de su palabra por una buena causa y que clandestino o no, sentenciado o no, ha sabido defender su postura y ha sabido sobre todo hacerse escuchar.
“(…) Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles (…)”

"Oídos sordos"

Parque Centenario, Ramos mejía, mitad de cuadra, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales. Jueves, 21:00 horas, planta baja y pasillos. Gente que entra, gente que sale. El camino hacia el aula 4 es casi turismo aventura.
Las paredes empapeladas, el acelere de los que terminan una cursada e ingresan a otra y el acelere de los que no llegan a comprar el apunte asignado antes de que las fotocopiadoras cierren sus puertas. Entrega de folletería, despliegue de idea, despliegue de pancartas.
Alboroto a la entrada del aula. Compañeros que se agrupan en los asientos, silencio, ingresa Santiago. Los primeros, me arriesgo a precisar, quinces minutos de clase suelen ser decisivos. Santiago designa las actividades que haremos durante las posteriores dos horas e incentiva a la interacción grupal, pero siempre hay un agregado de dinamismo capaz de interrumpir de manera tajante la transferencia. Ese agregado que quiebra el libre funcionamiento del feed back de mensajes es lo que comúnmente en cada una de las sedes de la Universidad de Buenos Aires llamamos con el nombre de “agrupaciones políticas”. De modo estadístico podría señalar que cada aproximados veinte minutos máximos de clase, sea teórica o práctica, sea de la asignatura que sea, con el docente que sea, algún miembro representante de alguna de las tantas agrupaciones políticas que forman parte de nuestra Universidad ingresa a cualquiera de las aulas que la conforman en busca de difundir los principios y propuestas que defiende y pretende llevar a cabo la agrupación a la cual pertenece.
Esta secuencia que resulta para algunos insignificante se repite religiosamente mañana, tarde y noche en cada sede; y en ocasiones logra alterar a más de uno. Las reacciones ante este tipo de actos de divulgación suelen ser diversas. Algunos observan en silencio demostrando poco interés por lo que perciben, otros observan con atención e intentan aportar o familiarizarse con lo que escuchan, otros enfurecen y pretenden brindar sus críticas de modo ofensivo, otros prefieren no hablar de lo que desconocen y otro tanto aprovecha para el esparcimiento, el ocio y para atreverse a juzgar a estos militantes de “vagos”. Mientras tanto una única reflexión que neutraliza cada una de estas posturas ronda en mi cabeza desde la primera vez en que pude ser participe de este circo donde todos quieren hablar pero pocos quieren oír. Pareciese que a todos se les olvidan cuáles son sus derechos y los del otro como seres humanos y como sujetos que viven en sociedad, pareciese que en la Facultad de Sociales donde se dicta la carrera de Ciencias de la Comunicación valga la redundancia no pudiera ser posible la comunicación. Pareciese que todos se olvidan que más allá de las diferencias de intereses el objetivo de lucha siempre es compartido. Me pregunto en nombre de qué estudiamos la comunicación si en la práctica diaria y cotidiana no somos capaces de aplicar sus leyes más básicas.
Juzgar, hacer crítica y oponerse de lo que no se está al tanto pareciese una tendencia, un modo facilista de accionar y de encubrir a la negación. La desinformación, la falta de compromiso y la mediatización de la información son algunos de los fenómenos que subrayan este tipo de accionar social que aparece hoy como la filosofía de vida del momento, que viene alimentándose hace ya unos cuantos años, y que les sirve a unos cuántos cómo método de desacreditación. Esto es a lo que algunos llaman “la apatía del ciudadano”.
"Atrapados en la red"

Me sorprendió haber encontrado un resumen de la crítica nietzscheniana a la cultura occidental. Luego de varios días de pernocte frente a los libros, las fechas de parciales aún más cerca y los niveles de adrenalina elevados, pareciese que la internet fuese la salvación. Lo extraño es que esta vez había encontrado un libro de filosofía totalmente desglosado y al alcance de cualquiera de nosotros.
Internet comienza a gestarse en los años sesenta a partir de un experimento iniciado en los Estados Unidos. La idea era crear una red de ordenadores que pudiera funcionar en casos de crisis. Si una parte de la red se dañaba, el resto del sistema debía funcionar de todos modos. La precursora de lo que hoy es Internet se llamó ARPANET y conectaba a investigadores y académicos de Estados Unidos.
En 1995 comienza la gran expansión de Internet, consolidándose la WWW como el primer servicio que ofrecía la red. Desde ese entonces el espacio cibernético se ha convertido en la herramienta globalizadora por excelencia, gobernando cada uno de los ámbitos de la vida social. Distancias más cortas, intercambio, flujos de información y mayor interacción son algunas de las ventajas que nos ofrece Internet; pero el límite entre lo que puede ser considerado beneficioso y lo que puede considerarse perjudicial para un individuo, es muy delicado.
Lectura de noticias, oferta y demanda de empleos, emisoras de radio y tv “en vivo”, comercialización de productos de todo tipo, planos de calles, guías de transportes, imágenes, fotografías, sexo, chats, blogs, libros de cualquier género, enciclopedias, diccionarios, música, películas, videos, visitas a los supermercados, tiendas de ropa, política, negocios, empresas, consultas médicas, información sobre dietas alimenticias, deportes y consultas bancarias “on line”. Con el uso de Internet todo resulta más accesible y cualquier operación engorrosa aparenta ser muy sencilla. Internet maximiza nuestro tiempo y nuestros costos monetarios.
Mediante el empleo de los tan adorados programas de descarga cualquiera de nosotros puede hacerse acreedor, en cuestión de minutos, de discografías completas, conciertos y video clips de bandas musicales, estrenos cinematográficos, video juegos y costosos libros académicos, entre otras cosas. De este modo los objetos van perdiendo su valor material y su originalidad a nivel individual, dando lugar a una suerte de fenómeno de homogeneidad en el mercado. Es decir que todos los objetos parecen ser la misma cosa, debido a que es fácil conseguirlos y su costo es invariable.
Y hay más. Internet está repleto de páginas que contienen resúmenes, monografías e información útil a los estudiantes de cualquier nivel. ¿Qué se obtiene con este tipo de facilidades?. Se consigue que el individuo no piense. Para qué pensar si otros pueden hacerlo por nosotros. Así es como nos hacen creer que sirviéndonos de su tan favorable abanico de opciones, ganamos tiempo y conservamos energía; pero de lo que no se advierte es que se está contribuyendo a que la práctica de lectura sea cada vez menor y se considere poco necesaria. Mal o bien las más perjudicadas serán aquellas generaciones futuras, las cuales nacerán con este tipo de costumbres ya insertas en la vida social.
En estas dimensiones nos narraba Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Una novela que nos introduce en un tipo de civilización donde la libertad de pensamiento no está permitida. Donde la lectura está prohibida a nivel delictivo. Donde todas las actividades que puedan inducir al pensamiento están mal vistas. Al respecto, la historia que nos presenta Bradbury se asemeja bastante a la realidad. Pareciese que todo circundara alrededor de los modos de manipulación y sometimiento engendrados desde los pilares más elevados del poder. Pareciese estar todo debidamente calculado y con el objetivo de suprimir la capacidad de reflexión propia e individual contribuyendo a la dominación. Lo que aparenta ser una herramienta colmada de beneficios resulta ser todo lo contrario. Todo es impersonal y masivo. Todo es exposición. Todo esto es un violento camuflaje.
“Lo que sangra”

Todos los domingos, papá y mamá, acostumbraban a dormir la siesta. Desde su cuna de barrotes celestes, Facu, mi hermanito, se divertía jugando con sus ladrillos.
En cuanto se supo que mamá estaba nuevamente embarazada, todos esperaban el varoncito…y así fue. Recuerdo aquel primer cumpleaños. El jardín inundado de globos turquesa, el tío Víctor con sus anécdotas de sus períodos como Almirante en la Marina, las amigas de mamá de las clases de “Pilates” comentando sobre la cantidad indefinida de “Dietas de la Luna” que abandonaron al comenzar, la abuela Yaya siempre repleta de maquillaje y bañada en esa infalible imitación “Paloma Picasso”, su fiel compañera; y papá en la parrilla cual anfitrión luciendo aquel delantal que con unos pocos ahorros le regalé en la navidad de ese mismo año. Los roles eran bien definidos. Mamá debía siempre ocuparse de que la casa estuviera acondicionada para la ocasión y de que las ensaladas estuvieran listas cuando la carne estuviera servida en la mesa. Recuerdo aquellas épocas con nostalgia, cuando todavía disfrutábamos de estar juntos, cuando todavía podíamos llamarnos “familia”.
Papá y mamá trabajaban juntos en la firma de abogados. Con el tiempo, Papá, comenzó a incorporar cada vez más clientes y pasaba días enteros en la oficina. Por las mañanas, Mamá, se instalaba allí y ayudaba un poco con los números, un poco con los llamados. Por las tardes merodeaba por los shoppings, mientras nosotros nos amparábamos en la hospitalidad de Marga, la niñera con cama adentro que una de nuestras vecinas le recomendó. En sus ratos libres, Papá, regresaba a casa agotado y simplemente se tiraba a descansar. Pronto, los fines de semana en el parque, los recorridos por el delta y los viajecitos relámpago a la quinta en San Nicolás, eran historia.
Cada noche, durante la cena, invadían los llamados a los celulares y las discusiones entre mamá y papá se volvían eternas. A cada reclamo de mamá una rayita del volumen del televisor se sumaba, al extremo en que ella se retiraba de la mesa furiosa en busca de la botella de Bayleys que reservaba dentro de la alacena, cual trofeo de guerra. Rápidamente, Marga, llevaba a Facu a la cuna, lo arropaba y le contaba una de esas maravillosas historias de guerreros y dragones que sólo ella sabía improvisar. La secuencia se repetía una y otra vez, formando parte de nuestra rutina.
Un jueves, para mi asombro, papá regresó más temprano de la oficina que de costumbre. Yo estaba terminando mis tareas de gramática y él se ofreció a ayudarme. Mientras tanto, Marga, amasaba los tradicionales ñoquis del 29. Su bologñesa casera era un clásico en nuestra casa, el olorcito era irresistible.
Cuando estuvo todo listo nos acomodamos en la mesa. Papá levantó su tenedor y golpeando su copa de vino con él, pidió la palabra. Era un hábito familiar, una especie de ritual que solíamos poner en práctica cada vez que había algo interesante para compartir. Comentó que había sido convocado para un Seminario en la ciudad de Chicago y que debía viajar por unos quince días, si la cantidad de trabajo no lo traicionaba. Todos escuchábamos atentos. –“Es una oportunidad única que no debo rechazar” -, repetía. Lo cierto es que tenía razón. No había ningún motivo para no festejar su gran ascenso, pero yo estaba inquieta. Hacía tiempo

que extrañaba nuestras charlas, las idas y vueltas en bicicleta y las noches de “Terror” (como él solía llamarle a nuestras noches de película). Pronto, mamá alzó su copa para iniciar un brindis y, para mi asombro, fue la primera noche en mucho tiempo en la que compartimos una cena tranquila y sin discusiones.
Tres días después acompañamos a papá al aeropuerto. Luego de despedirnos mamá, Marga, Facu y yo regresamos a casa; sin antes hacer una pequeña parada por el AutoMc y comprar la última Cajita Feliz con los muñequitos de “Star Wars” que el chiquitín pedía cada vez que Ronald Mc Donald asomaba la nariz por la Tv.
Pasados los quinces días, papá no regresaba de su tan anhelado viaje. Mamá pasaba días enteros sobre la cama. Rara vez se vestía, rara vez se bañaba, rara vez salía de la casa. Ni un llamado, ni un alerta, ni un mensaje. No había noticias de él, ni de su retraso. Facu comenzaba a preguntar por él y a Marga se le acababan las respuestas. Las fábulas que solía inventarle ya no surtían efecto alguno.
Llegados los dos meses, suena el timbre. Era el cartero. Le entrega a Marga un paquete remitido desde España. Para nuestro asombro, era enviado por papá. Sentadas alrededor de la mesa lo abrimos. Dos cartas en sobres separados y tres tabletas de chocolate importado. Una de las cartas era para mamá, la otra era para mí. La abrí con desesperación. La leí y la releí una y otra vez, hasta que las lágrimas comenzaron a disipar la tinta azul y mamá me la quitó de las manos. – “¿Realmente no volvería?, ¿Por qué nos mintió?”- me pregunté. Las respuestas estaban allí escritas, pero yo no lograba entender. –“¿Qué le diríamos a Facu en cuanto creciera un poco más? ”- En un arrebato arrojé los chocolates al piso. –“¿Seria capaz de pensar que los dulces nos sacarían la amargura? ”_ Abracé a mamá con fuerza, no querría que ella también se fuera; así dormimos las dos en su cama como cuando era una niña y las pesadillas no me dejaban cerrar los ojos.
Siguieron corriendo los días, los meses y también los años. Nunca regresó. De vez en vez sonaba el teléfono y era él. Al principio hablaba sólo con mamá. Luego hablaba sólo conmigo. Hasta aquel día en que decidí no atenderlo más. Ya no había más que decir, con su silencio alcanzaba. Tanto lo necesitaba… El tazón de cereales con leche que solía prepararme luego de volver de los torneos de jockey en el club, sus promesas de clases de manejo nunca concretadas, la entrega de diplomas del secundario a la que no asistió y lo más importante, aquellos abrazos y palabras de aliento que tanto me faltaban y que ya no volvería a recibir.
Una tarde de domingo mientras mamá dormía la siesta, me acerqué a la mesa. Facu dibujaba y dibujaba sobre una libreta que yo misma le había regalado, y que sin saberlo era una de las pocas cosas que quedaban de papá en la casa. Preparé la merienda y me senté junto a él. Comenzamos a hablar y de pronto la pregunta recurrente: -“¿Papá dónde está?, ¿Va a volver?”- . Me quedé muda. Facu ya había cumplido nueve. Corrí al cuarto y busqué aquella carta que algún día yo habría tenido en mis manos y que era momento que él también leyera. Comencé por contarle el principio y luego abrimos juntos el sobre.

“Cata y Facu:
Lamento haberme ido de la forma en que lo hice y haberles mentido. Tuve que hacerlo. Les pido que entiendan.
Comencé a trabajar en una oficina en Alicante, una pequeña ciudad de España, en la cual estoy viviendo. Los extraño muchísimo a los tres, pero debo quedarme por un tiempo más.
Por favor, Catita, cuidá de Facu y mamá. Sé que vos podés hacerlo.
Espero puedan perdonarme.
Los amo con todo mi corazón y los extraño muchísimo.
Papá
Pd: Disfruten de los chocolates. Pronto estaré con ustedes”

La leímos y releímos una y otra vez. Nos abrazamos con fuerza, sabiendo que nunca nos dejaríamos. Luego vino mamá y juntos los tres nos acostamos en su cama. Facu aún era un niño y su inocencia le permitía creer que aún así él regresaría. Lloramos, reímos, y envolviéndonos en los brazos de mamá nos dormimos. La pesadilla había terminado…
“Entremés”
7:00 a.m. y esa insoportable melodía orquestal que provoca sordera y deseos de tomarse otros dulces cinco minutos de holgazanería entre las sábanas. El café casi helado, las tostadas aún atrapadas en la garganta y esa ducha reparadora son la fórmula inmutable de una mañana de rutina en la ciudad.
El caos de tránsito y la aventura de llegar a la oficina a horario suelen ser dos de los obstáculos que inducen en más de uno a esa fiebre violenta de necesidad de ruptura con lo cotidiano.
Hacía mucho tiempo tenía deseos de emprender un viaje y cualquiera fuera el lugar, la idea de pasar un fin de semana alejado de la capital me sonaba a privilegio.
Las 23:00 horas del viernes y las agujas del reloj corrían con una lentitud asombrosa mientras intentaba realizar un recuento de lo que sería infaltable colocar en mi bolso de viaje. Suficiente abrigo para apalear el frío, mi libreta de anotaciones, uno o dos bolígrafos y lo más importante, la novela que días atrás me habían obsequiado y que con ansias planeaba comenzar a leer durante mi estadía. Mi mayor dificultad sería calcular una cierta cantidad de dinero que sería destinada a gastar allí, más un sobrante para utilizar sólo ante un improvisto. Comencé a sumar: nafta de ida, nafta de vuelta, peajes de ida, peajes de vuelta, comidas varias y un poco de entretenimiento daban un total de…; si lo pensaba por más de un minuto me quedaba entre los cuatro muros.
Las 8:00 de la mañana del sábado, Autopista Lugones casi vacía. Diez minutos y un primer peaje fue lo que me llevó aterrizar en Puerto Madero. Allí llené el tanque para continuar rumbo hacia la Ruta 2, camino designado hacia la ciudad de Pinamar.
Pocos minutos después la señal de las radios locales comenzaba a perderse, no restaban más opciones que intentar sintonizar alguna emisora perdida o bien revolver con la esperanza de que en algún recoveco del auto se encontrara aquel cassette de Sandro que habría sido furor en aquellas épocas donde los pasacassettes eran la tecnología del primer mundo. Finalmente el silencio fue la mejor alternativa.

Un nuevo peaje me acercaba a las afueras de la ciudad de Chascomus y a su parador más tradicional, “Atalaya”. Allí decidí detenerme con intenciones de beber algo caliente. Como de costumbre el lugar estaba repleto, ni una mesa disponible. Las pequeñas pausas en los paradores más frecuentados, por el motivo que fueran, resultaban una forma de establecer nuevamente contacto con el conglomerado. Notable contradicción si el propósito del viaje es romper con lo cotidiano y descansar del cemento. Retomé mi camino.
A lo lejos, un cartel de madera rústica señalaba la entrada al lugar. Jóvenes andando en cuatriciclo, camionetas tamaño familiar y algún que otro lugareño arriba de su humilde bicicleta fueron los primeros detalles contemplados. A pesar de todo, la poca circulación de vehículos llamaba un tanto mi atención. Ese mismo viernes se habría iniciado el ciclo de vacaciones de invierno (el cual coincide con una pequeña interrupción en las clases escolares); sin embargo la ciudad se observaba vacía, solitaria. Allí comenzaron mis reflexiones.
¿Será que esta crisis económica continuamente camuflada en la cual vivimos haya podido condicionar la posibilidad de recreación y ocio de los argentinos?, me pregunté. Mi planteo no era del todo novedoso, de hecho el estado actual del país en términos económicos, políticos y sociales suele ser una de las temáticas más recurrentes a la hora de esquivar conversaciones triviales. Daría la sensación que discutir sobre los grandes conflictos de política del momento, a uno le brindaran una suerte de reconocimiento dentro de los grupos de pertenencia en los que solemos insertarnos. La política posiciona, me dije y continúe mi recorrido en búsqueda de algún sitio donde saciar mi apetito.
Decidí estacionarme en uno de los paradores ubicados en los balnearios de la costa. Casi todos ellos se encontraban cerrados a causa de la temporada invernal. Uno de los pocos abiertos era “El viejo lobo”, un restaurant de madera con vista al mar que se destacaba por la calidad en la preparación de mariscos. Me senté en una mesa colocada por afuera donde el calor del sol apaciguaba la brisa y me permitía disfrutar de mi lectura. En cuestión de segundos un mozo del lugar se me acercó y a través de un discurso muy protocolar me dio la bienvenida y me entregó el menú previo realizarme unas sutiles sugerencias respecto de los platos más destacados y más costosos para mi billetera. La propuesta desconcertaba. En los últimos años, Pinamar se ha convertido en una de las ciudades más visitadas de la costa atlántica atrayendo a una determinada porción de la sociedad que se corresponde con la clase media alta o alta preferentemente. Lo cierto es que este

posicionamiento no se ha conseguido de forma inmediata, más bien ha sido producto de una serie de sucesos paulatinos que dieron lugar a que se considerase a este sitio como uno de los de moda del momento y por consiguiente que se lo colocara al mismo nivel que se suele ubicar a las distinguidas costas uruguayas. Así es como el costo de realizar cualquier tipo de actividad sea hospedarse, almorzar, merendar o cenar afuera, comprar algún souvenir de recuerdo o algún artículo de primera necesidad entre tantas otras opciones; sobre tierras pinamarenses conlleva un adicional que se corresponde directamente con la mantención del status social del lugar.
Luego de meditar qué plato de la carta se ajustaba mejor a mi presupuesto, comencé a observar un poco más allá de los límites de mi mesa. A mi derecha una mujer esbelta prendía un cigarrillo y otro y otro, casi con despecho. A mi izquierda el barullo de una pareja que no se daba tregua. Todos eran lugares comunes, puntos de llegada. Todo era contradicción. ¿Será correcto afirmar entonces que es remotamente imposible intentar escapar de los dilemas habituales con los que lidiamos a diario?. Pareciese que trasladamos las tensiones junto con nosotros, como una especie de mochila inherente a uno mismo que se va atestando con el paso del tiempo. Como cuando la costumbre convierte los rumbos en meseta.
De pronto un suceso colocó todo lo demás en un segundo plano. Un niño de diez años de edad aproximadamente, se acerca al lugar. Su porte un tanto peculiar, de inmediato atrajo todas las miradas. Ropa deportiva, zapatillas con resortes y un aroma lo suficientemente nauseabundo formaban parte de su tarjeta de presentación. La clientela estaba conmocionada. En cuestión de segundos el niño dispuesto a ingresar al lugar fue detenido por uno de sus encargados, el cual mediante un discurso de suma prepotencia le pidió que tomara distancia de la entrada del mismo. Haciendo uso de sus escasos modales el niño intentó pedirle algo de comida al hombre, pero no lo consiguió. Las miradas sentenciosas de los comensales demandaban en silencio que se retirara y así fue. En la tierra de la abundancia no había lugar para los carritos de supermercado, la recolección de cartones y la limosna; sólo quedaba espacio para los atuendos de primeras marcas, los “plásticos” y las buenas costumbres.
Una vez terminado mi almuerzo, pedí la cuenta, aboné y me dirigí hacia la playa. El cielo despejado, mucho sol, poco viento. Recorridos en cuatriciclo, cabalgatas, pesca, mediomundos, jóvenes de la mano, otros haciéndose milanesa, chiquitines corriendo, otros investigando en la arena, otros aprendiendo a caminar.

Perros callejeros, mascotas, parejas y amigos disfrutaban del día. Algunos sacándole provecho a las propuestas turísticas, otros humildes le exprimían el jugo a la naturaleza. A diferencia de las temporadas de verano, las playas estaban desérticas. No había que esquivar sombrillas ni pelotitas de tennis. No estaban ni el vendedor de pirulines, ni el heladero ni el de las trenzas hawaianas. Todo era tranquilidad, recreación y meditación. La lírica sinfonía de las olas al romper, se dejaba distinguir a tiempo, exacta.
Pronto el sol comenzó a caer y pensé en dar un pequeño paseo por el centro. Salones de videojuegos, algunas confiterías, locales de ropa, almacenes, supermercados, kioscos, paradores de comida “al paso”, restaurants y salas de cine; todo abierto en pequeñas cantidades. Me detuve por un momento en un almacén en busca de algunos elementos con los que pudiera preparar mi cena. Allí conocí a Pepe. Un lugareño que tenía su almacén allí plantaba desde hacía más de veinte años. Pepe era ya una legenda en esta pequeña ciudad. Comencé pidiéndole algunos artículos hasta que la curiosidad pudo más que la discreción y lo irrumpí a preguntas. “-Y…, ¿Cómo es vivir en este lugar?, le pregunté. Parecía un hombre serio, pero no lo era; de hecho estaba bien dispuesto a brindarme sus respuestas. Es que pocas veces, en invierno, se le presentaban oportunidades de entablar conversación con otro ser humano que no fuera familiar, vecino y/o conocido. “- a Usted cómo le parece que es vivir aquí?. Pinamar es una ciudad como todas las que se mantienen gracias al turismo. Aquí también hay pobreza y crisis -”.
“- ¿Y qué sucede al terminar las altas temporadas? -”.
“- Ocurre que fuera del turismo nosotros trabajamos para nosotros, los que vivimos aquí. Hacemos lo que podemos, lo que está a nuestro alcance -”.
“- ¿Entonces qué diferencias encuentra con la vida en la Capital? -”.
“- Aquí la tranquilidad es única, tenés de todo. Gente que viene a pasar el fin de semana, chicos que tienen su familia aquí y viajan a la capital para continuar sus estudios, parejas de viejos que se mudan aquí; pero a todos los atrae la misma




cosa, la tranquilidad. Esa es la diferencia. Todo lo demás es lo mismo o peor, te diría. La salud, el trabajo, la inseguridad. Todo está mal, pero no se muestra -”.
Me demoré varios segundos en retomar las preguntas y mientras me embolsaba los productos que había comprado, ingresó otra clienta. Sin más, lo saludé amablemente y me escabullí por la puerta. Lo que me contaba Pepé no era nada nuevo, de hecho en unas pocas horas yo había podido sumergirme sin tapujos, conocer y comparar las diferentes caras de este lugar, que sin subestimar al público mediático, estaría siendo vendido como una de las ciudades más “top” a la hora de elegir un destino en dónde vacacionar, pero que en definitiva terminaba siendo no más que una ciudad como cualquier otra, con sus mismos sufrimientos, con sus mismos desafíos y torpezas.
Terminada mi cena y habiendo tomado un buen descanso, decidí salir a averiguar qué esconde la movida pinamarense. Las calles y avenidas centrales estaban desoladas, todo cerrado. Una escasa luminosidad provenía de adentro de las casas y departamentos que amparaban a aquellas familias propias del lugar o bien a aquellos que como yo habrían viajado sólo por el fin de semana.
Después de dar algunas vueltas a lo lejos se dejaba oír el bochinche. “Cream” se llamaba este sitio, siendo la única alternativa de diversión nocturna en toda la ciudad. Una combinación de bar, pub y boliche todo en uno. Sus vidrios empañados eran el crudo reflejo de la cantidad de gente que estaría amontonada allí dentro. El patovica de la entrada repetía sin cesar, “las mujeres gratis”, “los pibes 10 con consumición”. Así ingresé, un poco a los empujones otro poco pidiendo permiso. Sillones de cuerina color blanco, unas pocas mesas ratonas, $8 la lata de cerveza, 12 el Cuba Libre. Varios grupos de chicas coreando “Hoy es noche de sexo…” mientras una manada de varones se las disputaban como carne de res, la clásica luz blanca que encandila al ritmo de la música y el Dj de turno detrás de su pecera pasando los temas más comerciales del momento. Sólo un detalle había de diferente, un 80% de los bailarines eran habitantes del lugar y el otro resto eran fulanos como yo que habrían ido a pasar un buen rato para no desperdiciar la noche de sábado. Todos se conocían entre sí. La enfermera del hospital, el panadero, el canillita, la moza, el hijo y la hija del hijo de…, entre tantos otros. Luego de tomar algunas cervezas y de socializar un poco, me marché. Mi noche había llegado a su fin.


Las 10:00 de la mañana del domingo y con el equipaje cargado en el auto, emprendí mi regreso hacia la capital. Verde paisaje abierto, caminos de tierra, marea alta, marea baja, médanos, muelles, pescadores, aventura, serenidad, calma, naturaleza, gorriones, colibríes, eucaliptos, pinos, pinares, Pinamar.
Sólo era posible sintetizarla de esa forma, sintiéndola en total magnificencia con aquellos atributos que hacían honor a su nombre. Pinamar podía ser una ciudad como tantas otras, pero como tantas otras también almacenaba en su interior aquellas cualidades que tanto la distinguían.
Y allá muy en el fondo una oscura nubasón iba entorpeciendo el destello de ese sol de mediodia que en cuestión de segundos daba comienzo a una precipitosa llovizna de invierno. Las gotas caían y caían, pudiendo acariciar mi nariz el aroma de la tierra recien humedecida. Así con total nostalgia me iba desprendiendo de esta ciudad hasta mi próxima visita. Y de nuevo a recorrer la poco emblemática Ruta 2, y de nuevo a esa adrenalina del viajero que a pesar de conocer hasta la última pincelada de ese alfalto es capaz de transitarlo con igual fervor que en su primera vez.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Ensayo: "La insoportable levedad del nosotros"

“Los otros, en verdad, son tales, pero, para estos otros,
el Otro soy yo.”

(Ryszard Kapuscinski, Cracovia, 2005)


A lo largo de la historia el hombre se ha constituido a si mismo a través de la identificación con un colectivo de pertenencia, el ser parte de un “Nosotros” (sea por afinidad ideológica, religión, raza, sexo, etc.), en contraposición a un “Otro” diferente: Occidente/Oriente, Blancos/Negros, Europa civilizada/colonias salvajes, Capitalismo/Comunismo, etc.
Ese encuentro entre un “Nosotros” y un “Otro” ha sido una experiencia fundamental que se ha repetido a lo largo de la historia numerosas veces. Ante este choque, los grupos contaron con tres alternativas posibles: construir un muro y aislarse, hacer la guerra o entablar el diálogo. Por desgracia sobran los ejemplos de las primeras dos alternativas: desde las puertas de Babilonia y la Gran Muralla China al Muro de Berlín y el apartheid o, si de campos de batalla se trata, basta con mencionar la conquista y colonización de América, África, Asia y Oceanía o las dos mortíferas guerras mundiales que vio pasar el siglo XX.
El tema del “Nosotros” y los “Otros” y la violencia que suele acompañar este encuentro, ha sido estudiado por notables pensadores. Tan sólo en la última centuria podemos mencionar desde los estudios de Malinowski sobre las tribus melanesias en las islas Trobriand, pasando por Edmund Leach, hasta autores que fueron influenciados por la aparición de la sociedad de masas, la expansión de ideologías totalitarias (nazismo, fascismo y estalinismo) y el consecuente desarraigo y terror que estas propagaron, tales como Emmanuel Lévinas y Tzvtan Todorov.
Argentina es un territorio en el que abundan ejemplos de encuentros con el “Otro” que han terminado en baños de sangre y muerte: Primero fue civilización o barbarie, federales o unitarios; después criollos o inmigrantes, peronistas o radicales, fascistas o subversivos, sin olvidar, claro, la lucha de clases marxista: el movimiento obrero contra las patronales. Algunos de estos enfrentamientos perduraron y se transformaron, el interior vs. la capital incluso llegó a dividir a aquellos que viven de un lado y de otro de una avenida entre bonaerenses y porteños.
La historia de dicotomías absolutas se extiende en una infinita lista hasta llegar a la última y doblemente mediatizada (es decir, mediada por los medios): “el campo” o el gobierno, a favor o en contra.
Pareciera ser que no importa por qué causa o empresa, siempre estamos dispuestos a emitir un juicio aún sin tener los argumentos necesarios a mano y, probablemente, a raíz de ello iniciar una discusión o una guerra, o simplemente aislarnos aduciendo que es un tema que no merece nuestra atención porque realmente no vale la pena.
Según Leach, la violencia entre seres de una misma especie (la humana) se explicaría por la ansiedad, la sensación de amenaza que produce la presencia cercana de alguien incierto, de aquel que es diferente a “nosotros” y con quien pensamos que es imposible la comunicación.
Sin embargo, si estos autores estudiaron la conformación de un “Nosotros” a partir del “Otro” durante el surgimiento de las masas, nosotros hoy asistimos a una transición de esta sociedad de masas a una sociedad globalizada, la famosa aldea global, producto de las vertiginosas transformaciones de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC’s) y de los transportes. La revolución tecnológica (o más bien electrónica) y la consecuente transformación de la cultura han dado origen a sociedades cada vez más heterogéneas y fragmentadas, por tanto ¿cómo definir quien es el “Otro” en esta nueva sociedad?
En la actualidad surgen nuevas diferencias que dan origen a más segmentaciones: Los cuadros dirigentes vs. las bases trabajadoras, los ciudadanos comunes vs. los políticos, los estudiantes militantes vs. los estudiantes despolitizados y tribus urbanas enfrentadas entre sí.
Hoy, los colectivos de identificación son cada vez más reducidos, más seculares. Aquello que nos define es cada vez más restringido. Cada vez hay más “Otros” diferentes de un “Nosotros” y sin embargo la violencia no desaparece, se multiplica.
El “Otro”, extraño e incierto, esta cada vez mas próximo, mas cercano. El “Otro”, potencial peligro, se ha transformado en nuestro vecino, en el barrio, en el trabajo o en el estudio.
La disolución de las instituciones propias de la sociedad moderna implica la desaparición del “Nosotros” y la exaltación del individuo. Hoy el “Nosotros” queda relegado a situaciones mínimas y casi todos (o todos) se convierten en un “Otro”.
Podríamos decir, tal como lo afirma Zygmunt Bauman (La modernidad líquida, 2002) que “los sólidos que han sido sometidos a disolución, y que se están derritiendo en este momento, el momento de la modernidad fluida, son los vínculos entre las elecciones individuales y los proyectos y las acciones colectivas.”

Los sólidos que se licuan

Las instituciones propias de la modernidad “están muertas y todavía vivas”, Bauman las llama instituciones zombies, de ellas sólo queda el cascarón. Por dentro están vacías de significado: la democracia, el partido, el sindicato, la clase, la universidad, el vecindario, el club de barrio, incluso la familia.
Los datos que podemos encontrar en la sociedad argentina de los últimos años dan cuenta del deterioro de las mismas:
El club y la murga, aquellos lugares que buscaban ser punto de encuentro entre los vecinos del barrio, que promovía la reunión con objetivos y metas a cumplir y que era indispensable a la hora de conformar la identidad barrial han pasado de moda.
El carnaval (y con él la murga) fue hostigado por las dictaduras militares. Los clubes de Capital Federal, que supieron tener su época de gloria en la década del 40 cuando eran más de 700 y nucleaban a alrededor de 3.000 socios cada uno, hoy apenas sobreviven. Quedan de ellos, escasamente, 300 establecimientos con un promedio de 400 socios cada uno[1].
Los sindicatos, tal cual lo relató Rodolfo Walsh ya en 1968, también fueron en decadencia. Al vandorismo le siguieron décadas de despidos masivos, medidas neoliberales, cierres de fábricas, aumento de la desocupación y una hiperinflación acelerada, además del avance de las tecnologías que requirieron cada vez más del trabajo intelectual especializado. Todos estos factores contribuyeron a terminar de fragmentar y dispersar a la clase trabajadora como tal (a eliminar su conciencia en sí y para sí). En 1954 se estimaba un 48% de la clase trabajadora afiliada a los sindicatos. En marzo de 2008 se calcula una proporción del 37 % al 20% de afiliados (teniendo en cuenta el trabajo en negro) sobre el total de los trabajadores[2].
La crisis económica de 2001 fue acompañada por una crisis de representatividad que puso fin al sistema “bipartido” que caracterizaba la política argentina: el radicalismo se hundió en la deslegitimidad. El peronismo se despedazó en múltiples corrientes. Surgieron banderías de las uniones y alianzas más incomprensibles que dieron origen a facciones que no tenían ni filiación ideológica, ni militancia, ni tradición política.
A nada más que 20 años de haber recuperado la democracia, después de una seguidilla de violentos golpes militares, esta también parece haber pasado de moda:
En las últimas elecciones presidenciales, que tuvieron lugar durante el 2007, el 86%[3] de las notificaciones para ser fiscal de mesa fueron rechazadas, los partidos políticos no contaron con suficientes militantes para fiscalizar y el ausentismo, con el 27% del padrón, se transformó en la segunda fuerza electoral. Este mismo esquema se repitió (a nivel micro) en las urnas de las instituciones como la UBA. En el 2008, en las elecciones a Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales, tan solo participaron 5.000 alumnos de los 16.000 que votaron en las elecciones obligatorias del año anterior[4].

La moderna modernidad

Las nuevas tecnologías nos permiten disfrutar de todas las comodidades sin salir de nuestro hogar, privatizan y dejan en extinción a los espacios públicos: se puede ordenar comida con sólo marcar un número en el teléfono, hablar con personas de todas partes del mundo frente a un monitor gracias a Internet. El ordenador también nos permite practicar toda clase de deportes y juegos sin levantarnos de nuestras sillas. Las TIC’s nos mantienen conectados las 24 horas. La televisión por cable y el DVD que se pueden disfrutar en solitario reemplazan al cine (un medio que implica la reunión), y los reality shows que nos dejan elegir a nosotros (los espectadores) desde el sillón de nuestro living, el destino de sus participantes, reemplazan nuestra necesidad de expresarnos en las urnas. Reemplazan los lazos, redes e instituciones sociales y sirven de atenuantes a la situación de ahogo, aislamiento y exclusión.
Hoy pareciera no haber un “Nosotros” definido con quien aliarse, con quien identificarse, y por tanto tampoco existe un “Otro” delimitado contra quien oponerse, pero la violencia física o simbólica sigue presente dentro de la sociedad.
Ante la licuefacción de las instituciones modernas que moldeaban los colectivos de identificación de nuestra sociedad, se diluye el “Nosotros”: el nosotros barrio, el nosotros estudiantado, el nosotros trabajadores, el nosotros ciudadanos, el nosotros argentinos. El “Otro” son todos.
Bauman retoma los conceptos de Foucault sobre dominación y poder y llega a la conclusión de que en la modernidad líquida la desintegración de las redes sociales es el objetivo y el resultado del ejercicio de las nuevas técnicas de dominación que se basan en “el descompromiso y el arte de la huida”. La gente, las elites que manejan el poder del que depende el destino de la sociedad, son volátiles, invisibles, inaccesibles. La precariedad de los vínculos humanos es lo que les permite actuar.
Malinowski, para entender a los trobriandeses convivió con ellos adoptando su cultura y extrañándose de la propia. Todorov y Lévinas padecieron en carne propia el desarraigo de su patria y la adopción de una nueva muy diferente.
Tal vez la solución para librarnos de las nuevas formas de dominación sea empezar por dejar los gritos y las cacerolas y, tal como propusieron estos antropólogos, hablar con el “Otro” cara a cara, apelar a aquello que nos es común a todos. Después de todo, el “Otro” no es más que un espejo en el que “Nosotros” mismos nos reflejamos. Ellos también somos Nosotros.

[1] “Los clubes de barrio apuestan al cambio para poder sobrevivir”, Clarín.com, 11 de noviembre de 2003.
[2] “Poder real y poder simbólico”, Pagina/12, 08 de marzo de 2008.
[3] “Los fugitivos de la Justicia electoral”, Pagina/12, 25 de octubre de 2007.
[4] Datos proporcionados por el CESCO.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Facultad de Ciencias de la Incomunicación


“El terror se basa en la incomunicación”
(Rodolfo Walsh, ANCLA)


Otro año se termina, se nos va otro cuatrimestre. Ante todo final, de todo acontecimiento, hecho, período, ciclo de la vida, todos solemos tener tendencias revisionistas: analizar logros, objetivos cumplidos o no, las metas perseguidas. En fin, ojear el camino recorrido y sacar nuestro “balance”. Yo no voy ser la excepción a esta regla.
Como todos los años, los estudiantes hemos asistido al ritual de volantes y arengas que invaden los pasillos y las aulas ante cada comicio por el Centro de Estudiantes de la facultad de Ciencias Sociales (CECSO) de la Universidad de Bs. As. (UBA). En estas elecciones en particular fui testigo y partícipe de ciertas escenas que han llamado poderosamente mi atención:
Tengo la fortuna de haber hecho muy buenos amigos en el corto lapso de dos años dentro de los pasillos de esta universidad. Muchos se conocen entre sí, otros no. Cada grupo tiene sus particularidades. Uno de ellos, el más grande numéricamente hablando, está sumamente politizado: militantes del Partido Obrero (PO), de Izquierda Socialista, de frentes independientes y no agrupados con tendencias que pasan por toda la franja de izquierda hasta incluso llegar a simpatías kirchneristas.
Aún siendo amigos, fue imposible que los nueve integrantes compartiéramos una cena todos juntos durante el desarrollo de las elecciones. Más allá del cariño, las fricciones no pudieron evitarse
Si un grupo de nueve personas que se conocen y estiman no pueden evitar mantenerse incomunicados debido a la política, ¿cómo pretender que el resto del estudiantado no se encuentre frente a una ilógica situación de incomunicación (a pesar de ser futuros licenciados en esta materia) ante las elecciones y todo lo referente a las agrupaciones políticas?
Tampoco pude dejar de poner atención sobre el enorme rechazo que recibieron los militantes de agrupaciones ante “las pasadas por las aulas” (aquella recorrida por los cursos anunciando primicias, plataformas electorales y un popurrí de novedades). Tal vez se deba que al ajetreo que significa el acto electoral también se le sumaron las tensiones y el retraso en el calendario académico producido por la famosa “toma” de la facultad durante el cuatrimestre aún en curso, en pos del reclamo por el edificio único, y que dividió profundamente al estudiantado.
Pero más allá de mis suposiciones y vivencias personales lo cierto es que los números bastan para observar que hay un grave problema de comunicación (o no-comunicación) entre los “estudiantes comunes” y los “estudiantes-militantes”:
En las últimas elecciones obligatorias, en el año 2007, se estima que participaron entre 16 y 20 mil estudiantes de un padrón de 27 mil[1]. Este año, en las elecciones optativas para el CECSO, tan solo participaron 5.284 alumnos[2].
¿Qué es lo que provoca esta situación? ¿A quién echarle la culpa de que militantes y no militantes no puedan entablar un diálogo? ¿A la pésima retórica de las agrupaciones estudiantiles? ¿A la mala predisposición de los estudiantes no politizados? ¿Al contexto social, político y económico que rodea y modela a nuestras generaciones con una visión negativa de todo aquello referente a la palabra “política”?
En el imaginario popular (aún dentro de los claustros universitarios) parece permanecer la creencia de que existe un abismo infranqueable entre un “ellos” y un “nosotros” dentro de la población estudiantil: militantes vs. estudiantes, alumnos politizados vs. “despolitizados”. No podemos atribuirle una causa única a este discurso que circula en nuestra sociedad desde décadas oscuras recientes y que se cuela en las aulas, un discurso que parece afirmar que la actividad de militar automáticamente es excluyente del trabajo y del estudio, que no es compatible con los roles de trabajador y estudiante. Son múltiples y complejos los factores que intervienen en este conflicto, en esta incomunicación, de los cuales sólo puedo enumerar unos pocos:
En primer, lugar cabe mencionar que estamos haciendo referencia a una generación que se ha criado bajo las marcas que ha dejado en sus padres la última dictadura militar; que forma parte de una sociedad donde la palabra “política” se ha convertido en sinónimo de mala palabra, quedando irremediablemente asociada a la corrupción, la estafa, el descrédito de las instituciones (incluida la UBA) y los representantes del pueblo.
A este panorama se suma el rol de los profesores: sociólogos, abogados, antropólogos, historiadores, semiólogos, en fin, intelectuales dedicados al estudio de las ciencias humanas. Intelectuales en tanto que, según A. Gramsci, cumplen la función de educadores no sólo en la transmisión de conocimientos, sino como constructores de la sociedad. Intelectuales que intervienen directamente en nuestra formación política ante la decisión de abordar tal o cual tema desde tal o cual enfoque, pero de los cuales la gran mayoría permanecen indiferentes o (en los peores casos) ponen obstáculos a los escasos espacios de encuentro entre militantes y no militantes, protestando contra toda manifestación explícita de la política universitaria. Contados son los casos de profesores que instan a sus alumnos a interiorizarse sobre los reglamentos, los reclamos, las agrupaciones, que “en definitiva son quienes van a terminar representándolos y tomando muchas decisiones sobre su vida académica futura” (J. Saborido).
Una cuota importantísima de responsabilidad en la no-comunicación sin duda, debemos atribuírsela a las agrupaciones estudiantiles, muchas de las cuales son manejadas por partidos políticos.
El fraccionamiento cada vez más vertiginoso de las mismas, que conduce a su constante desaparición y multiplicación, cambios de nombres, de orientaciones, de convicciones y acciones no ayuda a esclarecer un panorama por demás complejo para quien comienza su trayecto en la carrera. A pesar de los cambios producidos por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación que abren un sin fin de nuevas posibilidades para el intercambio entre estudiantes y agrupaciones, son escasas o inexistentes aquellas que han abierto estas nuevas vías de comunicación. Por el contrario la mayoría permanece aferrado a las viejas técnicas de cooptación de votos. La mayor parte de las agrupaciones también persiste en esquemáticas consignas, polarizadas, arcaicas, que apuntan más a políticas nacionales y con las cuales la mayoría del estudiantado no se siente identificado (“Ni K, ni campo”, “por un gobierno nacional de los trabajadores”, etc.). Todo esto, sin mencionar el acoso desmedido al que someten a los estudiantes durante una semana al año con el único fin de captar su voto. Es decir, poco y nada parece aplicarse de las teorías y prácticas de la comunicación y las herramientas retóricas y argumentativas que nos brinda la carrera.
Finalmente, queda ver cuál es la responsabilidad de los alumnos “despolitizados”.
Si hay algo que nos ha enseñado la carrera desde el primer día es que todo tiene su dialéctica: decir que la sociedad determina individuos despolitizados sería caer en un absurdo reduccionismo. Los individuos modelan a la sociedad tanto como ella interviene sobre los individuos. Y pareciera ser, que en una sociedad donde la política no tiene valor alguno debido a que las cadavéricas instituciones de la democracia parecen no dar soluciones por sí mismas, los alumnos encuentran una perfecta excusa para evitar intervenir y comprometerse con las responsabilidades y derechos que otorga el ser miembro de una Universidad Pública y Gratuita. O tal vez el problema esté justamente en esta idea, que los alumnos despolitizados no se sienten miembros de la UBA si no simples transeúntes en una carrera (o maratón) para obtener un título prestigioso.
En suma, todos los actores intervinientes en este acto de comunicación no concretado que representa la política estudiantil, tienen su importante cuota de responsabilidad.
Tal vez cuando finalmente estudiantes, agrupaciones y docentes comprendamos realmente que el poder no es un objeto inerte que se cede a un gobierno soberano o a una institución, sino que es una relación de fuerzas que atraviesa a la sociedad y a cada individuo, que se ejerce y expresa en las acciones más cotidianas de la vida, y que ante el poder siempre puede haber resistencia, que siempre existe la posibilidad de cambiar esas relaciones, tal vez entendamos que la política esta ahí, entre nosotros. Existe en cada acción o decisión que tomamos y sólo depende de nosotros lo que hagamos con ella. Tal vez entendamos entonces que para poder cambiar las relaciones de poder basta con que nos comuniquemos.


[1]“El kirchnerismo se impuso en las elecciones de Ciencias Sociales de la UBA”, Clarín.com, miércoles 03 de octubre de 2007.
[2] Datos proporcionados por el CECSO.

lunes, 1 de diciembre de 2008

¿Quién fue Rodolfo Walsh?

Algunos dicen que lo que hacemos de nuestras vidas es consecuencia de la educación que recibimos y de un proceso de aprendizaje durante la infancia y la juventud. Otros expresan que nuestra vida es un camino predefinido por alguna fuerza superior, en el que transitamos sin posibilidad de desviarnos, lo llaman karma y constituye nuestro objetivo a cumplir en este mundo. Pero hay otra mirada, como la de Jean Paul Sartre, que manifiesta que “Lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Rodolfo Walsh es un claro ejemplo de esta visión de la vida.
De ascendencia irlandesa y perteneciente a una familia de clase media, Walsh forjó su educación entre curas y cruces. Se podría decir que era una buena base antiperonista. Y lo fue, por lo menos hasta 1956, año en que comienza la investigación de lo que desembocaría en Operación Masacre. El fusilamiento de civiles por oficiales del ejército en un basural de José León Suarez, fue el punto de partida para que el trabajo de un periodista, guiado por su vocación, se convirtiera en el objetivo de su vida: el de reflejar la realidad oculta por el Poder.
Por ser “fiel al compromiso de dar testimonios en tiempos difíciles”, Rodolfo Walsh, sacrificó su identidad, su familia y su propia vida. A través de su obra, Walsh denuncia las injusticias del sistema y evidencia los mecanismos para su ocultamiento. Pero este intelectual comprometido no se quedó en el simple reclamo, sino que cumplió un rol activo en la lucha por una sociedad más igualitaria. Lo demuestran los proyectos que emprendió en Cuba con Prensa Latina, el semanario de la CGT, sus obras literarias y por qué no cirminalísticas (Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? Y el Caso Satanovsky) o en su etapa de militante montonero con ANCLA (Agencia clandestina de noticias) y la carta abierta a la Junta Militar.
Rodolfo Walsh fue un hombre que asimiló una causa y luchó por ella hasta su último suspiro. Personificó el compromiso social de un intelectual que posee las herramientas para analizar la realidad, criticarla y transformarla. A treinta y un años de su desaparición física, su legado sigue inspirando a nuevas generaciones a creer en una sociedad más justa.

Reflexiones II

La historia de la humanidad está plagada de injusticias, dolor, guerra, hambre, explotación, etc. Todas las miserias del hombre compartidas por las sociedades a través del tiempo. Pero hoy en día, en ésta ciudad y a lo largo de este país, la peor miseria es la indiferencia y la discriminación. Es lugar común decir que con los recursos naturales de la Argentina, se podría acabar con la pobreza. Pero además de los beneficios que puede brindar la naturaleza, es necesario el factor humano. Algo que es muy difícil encontrar en nuestros tiempos (no quiere decir que no exista) y que a lo largo de doscientos años de vida del país siempre estuvo en las sombras.
Ninguna de las atrocidades que vemos día a día en cualquier noticiero nos debería sorprender, si tenemos un poco de noción de la historia del país. Desde sus inicios, con la “Revolución” de Mayo, los hombres que lucharon por ideales justos, fueron asesinados o murieron abandonados en la pobreza. Guerra civil entre acaudalados por intereses particulares, sociedades secretas, asesinos a sueldo, destierros, ejecuciones, todos puntos que conforman la línea de la historia de éste país. Pero hay otra línea, una paralela que se quiso borrar, la de los excluidos y exterminados, una línea que no denomina al el término campaña con el de genocidio, ni desierto con Pueblos Originarios. Si tenemos en cuenta todos los hechos históricos que construyeron nuestro país y desde qué lugar están contados, podemos ver que las situaciones que hemos vívido en los últimos tiempos son consecuencia o repetición de acontecimientos pasados. Se produce una suerte de ciclo, un espiral cerrado, en el que la historia dibuja círculos entre los procesos sociales y pasa siempre por las mismas causas, pero alterna los protagonistas. Es más fácil verlo cuando reconocemos que el Estado se construyó desde arriba hacia abajo, en manos de algunos hombres que tenían todo y disponían su voluntad sobre algunos otros que no tenían nada y que venían a darle vida a estas tierras desde el otro lado del océano.
Derrocamientos, atentados, golpes de Estado, nuevos exterminios, luchas armadas, una generación desaparecida. Ese fue el saldo del siglo XX. Estalló el conflicto social y los pobres adquirieron algunas armas para reclamar por sus derechos, pero los viejos dueños del país, recurrieron a las armas del ejército para que todo siga como siempre había sido. Algunos creyeron que con la democracia se acabaría el hambre, pero muchos se quedaron con un sabor amargo.
Al comenzar el siglo XXI, tuvimos una falsa sensación de cambio, protestas masivas en la calle, participación ciudadana, reclamos de un mejor país. Pero todo quedó en eso, meros reclamos. Lo pobres siguieron pobres, los ricos siguieron ricos, la clase media siguió en el medio, más cerca de los pobres anhelando acercarse a los ricos. La era de la tecnología, es inútil frente al hambre.
Hoy la historia sigue siendo la misma, la que cuentan los poderosos y la que escuchan los débiles, los cobardes, los conformistas. ¿Cómo es posible que ningún medio masivo, destaque la cantidad de niños que viven en la calle? ¿Cómo puede ser que podamos dormir tranquilos, mientras hay chicos acostados sobre un cartón en la intemperie? ¿Quién puede tirar comida tranquilo, mientras miles de niños mueren de inanición? Todos vemos a menores en la calle, en el subte, haciendo malabares para sobrevivir y ¿qué posición tomamos? ¿Qué hacemos al respecto? Los ignoramos. Todos los vemos, pero nadie los mira. Nadie se ocupa. Muchos dicen que no es su responsabilidad, otros se escudan en una limosna, cuando sabemos que una moneda no cura el hambre. Otros acusan al Estado, pero éste es el reflejo político y administrativo de nuestras acciones. Es verdad que muchos de esos niños no saben lo que es el futuro, pero los que pudimos crecer dentro de un ambiente sin carencias y con posibilidades de formarnos con educación, podríamos empezar por tomar conciencia de los que pasa a nuestro alrededor y hacernos cargo de nuestro grado de responsabilidad. Las soluciones mágicas no existen, pero sin ganas de transformar la sociedad, la historia ya está escrita. Alguien dijo que no hay libertad sin conciencia crítica, lamentablemente vivimos en un país oprimido.