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miércoles, 10 de diciembre de 2008

“Lo que sangra”

Todos los domingos, papá y mamá, acostumbraban a dormir la siesta. Desde su cuna de barrotes celestes, Facu, mi hermanito, se divertía jugando con sus ladrillos.
En cuanto se supo que mamá estaba nuevamente embarazada, todos esperaban el varoncito…y así fue. Recuerdo aquel primer cumpleaños. El jardín inundado de globos turquesa, el tío Víctor con sus anécdotas de sus períodos como Almirante en la Marina, las amigas de mamá de las clases de “Pilates” comentando sobre la cantidad indefinida de “Dietas de la Luna” que abandonaron al comenzar, la abuela Yaya siempre repleta de maquillaje y bañada en esa infalible imitación “Paloma Picasso”, su fiel compañera; y papá en la parrilla cual anfitrión luciendo aquel delantal que con unos pocos ahorros le regalé en la navidad de ese mismo año. Los roles eran bien definidos. Mamá debía siempre ocuparse de que la casa estuviera acondicionada para la ocasión y de que las ensaladas estuvieran listas cuando la carne estuviera servida en la mesa. Recuerdo aquellas épocas con nostalgia, cuando todavía disfrutábamos de estar juntos, cuando todavía podíamos llamarnos “familia”.
Papá y mamá trabajaban juntos en la firma de abogados. Con el tiempo, Papá, comenzó a incorporar cada vez más clientes y pasaba días enteros en la oficina. Por las mañanas, Mamá, se instalaba allí y ayudaba un poco con los números, un poco con los llamados. Por las tardes merodeaba por los shoppings, mientras nosotros nos amparábamos en la hospitalidad de Marga, la niñera con cama adentro que una de nuestras vecinas le recomendó. En sus ratos libres, Papá, regresaba a casa agotado y simplemente se tiraba a descansar. Pronto, los fines de semana en el parque, los recorridos por el delta y los viajecitos relámpago a la quinta en San Nicolás, eran historia.
Cada noche, durante la cena, invadían los llamados a los celulares y las discusiones entre mamá y papá se volvían eternas. A cada reclamo de mamá una rayita del volumen del televisor se sumaba, al extremo en que ella se retiraba de la mesa furiosa en busca de la botella de Bayleys que reservaba dentro de la alacena, cual trofeo de guerra. Rápidamente, Marga, llevaba a Facu a la cuna, lo arropaba y le contaba una de esas maravillosas historias de guerreros y dragones que sólo ella sabía improvisar. La secuencia se repetía una y otra vez, formando parte de nuestra rutina.
Un jueves, para mi asombro, papá regresó más temprano de la oficina que de costumbre. Yo estaba terminando mis tareas de gramática y él se ofreció a ayudarme. Mientras tanto, Marga, amasaba los tradicionales ñoquis del 29. Su bologñesa casera era un clásico en nuestra casa, el olorcito era irresistible.
Cuando estuvo todo listo nos acomodamos en la mesa. Papá levantó su tenedor y golpeando su copa de vino con él, pidió la palabra. Era un hábito familiar, una especie de ritual que solíamos poner en práctica cada vez que había algo interesante para compartir. Comentó que había sido convocado para un Seminario en la ciudad de Chicago y que debía viajar por unos quince días, si la cantidad de trabajo no lo traicionaba. Todos escuchábamos atentos. –“Es una oportunidad única que no debo rechazar” -, repetía. Lo cierto es que tenía razón. No había ningún motivo para no festejar su gran ascenso, pero yo estaba inquieta. Hacía tiempo

que extrañaba nuestras charlas, las idas y vueltas en bicicleta y las noches de “Terror” (como él solía llamarle a nuestras noches de película). Pronto, mamá alzó su copa para iniciar un brindis y, para mi asombro, fue la primera noche en mucho tiempo en la que compartimos una cena tranquila y sin discusiones.
Tres días después acompañamos a papá al aeropuerto. Luego de despedirnos mamá, Marga, Facu y yo regresamos a casa; sin antes hacer una pequeña parada por el AutoMc y comprar la última Cajita Feliz con los muñequitos de “Star Wars” que el chiquitín pedía cada vez que Ronald Mc Donald asomaba la nariz por la Tv.
Pasados los quinces días, papá no regresaba de su tan anhelado viaje. Mamá pasaba días enteros sobre la cama. Rara vez se vestía, rara vez se bañaba, rara vez salía de la casa. Ni un llamado, ni un alerta, ni un mensaje. No había noticias de él, ni de su retraso. Facu comenzaba a preguntar por él y a Marga se le acababan las respuestas. Las fábulas que solía inventarle ya no surtían efecto alguno.
Llegados los dos meses, suena el timbre. Era el cartero. Le entrega a Marga un paquete remitido desde España. Para nuestro asombro, era enviado por papá. Sentadas alrededor de la mesa lo abrimos. Dos cartas en sobres separados y tres tabletas de chocolate importado. Una de las cartas era para mamá, la otra era para mí. La abrí con desesperación. La leí y la releí una y otra vez, hasta que las lágrimas comenzaron a disipar la tinta azul y mamá me la quitó de las manos. – “¿Realmente no volvería?, ¿Por qué nos mintió?”- me pregunté. Las respuestas estaban allí escritas, pero yo no lograba entender. –“¿Qué le diríamos a Facu en cuanto creciera un poco más? ”- En un arrebato arrojé los chocolates al piso. –“¿Seria capaz de pensar que los dulces nos sacarían la amargura? ”_ Abracé a mamá con fuerza, no querría que ella también se fuera; así dormimos las dos en su cama como cuando era una niña y las pesadillas no me dejaban cerrar los ojos.
Siguieron corriendo los días, los meses y también los años. Nunca regresó. De vez en vez sonaba el teléfono y era él. Al principio hablaba sólo con mamá. Luego hablaba sólo conmigo. Hasta aquel día en que decidí no atenderlo más. Ya no había más que decir, con su silencio alcanzaba. Tanto lo necesitaba… El tazón de cereales con leche que solía prepararme luego de volver de los torneos de jockey en el club, sus promesas de clases de manejo nunca concretadas, la entrega de diplomas del secundario a la que no asistió y lo más importante, aquellos abrazos y palabras de aliento que tanto me faltaban y que ya no volvería a recibir.
Una tarde de domingo mientras mamá dormía la siesta, me acerqué a la mesa. Facu dibujaba y dibujaba sobre una libreta que yo misma le había regalado, y que sin saberlo era una de las pocas cosas que quedaban de papá en la casa. Preparé la merienda y me senté junto a él. Comenzamos a hablar y de pronto la pregunta recurrente: -“¿Papá dónde está?, ¿Va a volver?”- . Me quedé muda. Facu ya había cumplido nueve. Corrí al cuarto y busqué aquella carta que algún día yo habría tenido en mis manos y que era momento que él también leyera. Comencé por contarle el principio y luego abrimos juntos el sobre.

“Cata y Facu:
Lamento haberme ido de la forma en que lo hice y haberles mentido. Tuve que hacerlo. Les pido que entiendan.
Comencé a trabajar en una oficina en Alicante, una pequeña ciudad de España, en la cual estoy viviendo. Los extraño muchísimo a los tres, pero debo quedarme por un tiempo más.
Por favor, Catita, cuidá de Facu y mamá. Sé que vos podés hacerlo.
Espero puedan perdonarme.
Los amo con todo mi corazón y los extraño muchísimo.
Papá
Pd: Disfruten de los chocolates. Pronto estaré con ustedes”

La leímos y releímos una y otra vez. Nos abrazamos con fuerza, sabiendo que nunca nos dejaríamos. Luego vino mamá y juntos los tres nos acostamos en su cama. Facu aún era un niño y su inocencia le permitía creer que aún así él regresaría. Lloramos, reímos, y envolviéndonos en los brazos de mamá nos dormimos. La pesadilla había terminado…