Un 4 de mayo del 2008, el sol apaciguaba aquella clásica ventisca de otoño en una mañana de sábado que prometía ser diferente. El punto de encuentro entre Érica y yo era la estación de Barrancas de Belgrano, puntualmente a las 10:30 horas.
Una vez en el lugar propuesto, tomamos el colectivo de la línea “64” el cual nos trasladaría hasta el barrio de La Boca. A mitad de camino coincidimos con Sami y en ese mismo momento fue cuando comencé a reflexionar acerca de cómo se han revolucionado nuestras vidas a partir de la invención del teléfono celular. Un artefacto que ha influenciado de manera rotunda las comunicaciones, posibilitando que los trayectos y distancias sean cada vez más pequeños.
Una vez acomodadas en los asientos las conversaciones no daban tregua, logrando despabilar a cada uno de los pasajeros mientras publicábamos en detalle nuestras vidas privadas. Acercándose las dos horas de viaje, comenzábamos a visualizar las primeras huellas de una de las zonas de nuestra ciudad porteña, más concurridas y de mayor desidia en la actualidad. La famosa “Casa Amarilla”, el museo “Quinquela Martin”, el inconfundible “Caminito”, el antiguo puente transbordador “Nicolás Avellaneda” y las orillas del Riachuelo; se reconocían como las mayores atracciones del lugar. Me pregunto cómo no repasar aquellas épocas donde los sueños de progreso parecían al alcance de la mano. La Boca nos obligaba a realizar una concreta comparación entre los vestigios de aquel pasado prometedor y la penuria de este presente, forzado.
Al arribar en la terminal del “64”, nuestra aventura comenzó. Una inmensidad de sensaciones invadían el cuerpo. Variados intérpretes y bailarines de Tango, una innumerable cantidad de turistas venidos de todas partes del mundo, vendedores ambulantes, ferias callejeras y un corriente imitador de Maradona que se ganaba el día robando fotografías y regalando autógrafos. Una fiebre de curiosidad, nos hizo transitar el nostálgico “Caminito”. Los intensos colores de sus conventillos atrapaban nuestra visión. Vías abandonadas, tiendas de obsequios y unas estatuillas en representación del General Perón, Evita y Maradona certificando el recuerdo romántico de la historia vivida.
Luego de tanto recorrer, llegamos al 890 de la calle Magallanes. Precisamente con el “Conventillo Verde” que tanto ansiábamos conocer. Este pequeño aposento fue construido en 1863 y conservado desde ese entonces, para en el 2001 ser restaurado y acondicionado convirtiéndose en un espacio dedicado a la expresión cultural. La entrada hacia el interior de la casa se encontraba mediada por una diminuta escalera, que generaba gran desconfianza al invitado en cuanto se dejaba oir el crujir de sus tablones. Cada ambiente, era ocupado por las labores individuales de cada uno de los artista que participaban de la exposición. Paredes blancas intercaladas con chapa de color amarillo, pisos de parqued gastado y techos de chapa del cual tendía una campana de bronce. Pies de antiguas máquinas de cocer utilizadas como mesas combinadas con un conglomerado de sillas impares. Varios recipientes de vidrio cargados de agua remitiendo a una suerte de armonización espiritual y corporal de la cual se deleitaba explicándonos la anfitriona del lugar, al unísono de una melodía clásica renacentista y el aroma puro a inciensos que invitaban a la utopía de sumergirse en un mundo diferente, cálido e imaginado.Los detalles infraestructurales del lugar, daban cuenta de la escasez de resursos disponibles, de la generosa cooperación y el compromiso asumido por los vecinos de la zona.
En el unico salón de la casa se dejaba relucir la obra de Celia Güichal, actual docente en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. “Paisaje interno, Paisaje externo” se titulaba su muestra. Varias de sus pinturas remitían a paisajes característicos del norte argentino y otras tantas hacían incapié a los pensamientos más íntimos de la autora. El punto en común entre todas, era la pequeña descripción en cuanto a técnica y materiales que se podía apreciar por debajo de cada una de ellas y que en ciertos casos incluía alguna frase célebre acorde a la temática de la pintura siendo también traducida al inglés.
Una de las obras más llamativas fue aquella titulada “Pachamama”. La misma había sido realizada a base de acrílico sobre tela de 40 x 60. La escena estaba dada por una semiesfera de color azul muy intenso. De su centro brotaba una figura amorfa mezcla de tonos rojos, anaranjados y amarillos aludiendo a una suerte de tejido muscular, al órgano fecundativo por excelencia, a la matriz en donde se sustenta el origen de todo ser humano. Por fuera se dejaban visualizar una cierta cantidad de hilos de color amarillo que contenían en uno de sus extremos una suerte de vulvo, de semilla, dirigiéndose hacia el hueco ubicado en la matriz. Claramente, La “Pachamama” nos insertaba en aquella instancia unica en la que se hace posible el encuentro celular, símbolo de la creación misma.
Aquella fusión entre imágenes y fraseos afloraban los sentidos. Un vaiven de ideas e interrogantes provenientes de la vivencia contidiana de cada una de nosotras, se interceptaban con suma libertad. Como en una de las obras titulada “El árbol de la memoria”, la cual hacía referencia a la pregunta por el origen, por la naturaleza de la especie humana; colocando a los genes como punto de partida y determinante de la misma. En un segundo plano, remitía a aquellos eslabones que cada uno de nosotros, en calidad de seres pensantes, construye y archiva en el interior de su mente y que conciernen a experiencias pasadas.
Revisando las obras de los otros artistas hallé una escultura metálica, que captó mi atención de modo evidente. La misma era identificada como “El Incinerador de cartas de amor”. No pude dejar de preguntarme acerca de las diferentes facetas por las cuales a transitado el arte hasta la actualidad. Las distintas corrientes vanguardistas y la instauración de un estilo de expresión un tanto peculiar que se corresponde con el empleo de ciertos objetos o piezas metálicas en deshuso, que comunmente llamaríamos “chatarra”, y que suelen ser utilizados para la creación de obras artísticas. Este era el caso, aquella obra pertenecía a un autodidacta llamado Mario Alberto Antón, el cual reunía las características de aquellos artistas que surgieron bajo la adopción de las nuevas modalidades de progreso y desarrollo asentadas a partir de la era industrial.
Pasada la hora exacta desde nuestro ingreso, resultada difícil abandonar esa acogedora sensación que nos era proveída de aquel sitio. Anotadores, grabador y cámara en mano, continuamos nuestro recorrido. A lo largo de dos cuadras, hallamos un típico bodegón al cual decidimos entrar. Era necesario tomar un descanso. Todos los espacios gastronómicos de la zona compartían un punto en común, el disfrute de la comida era acompañado por melodías del tango interpretadas por hombres y mujeres de manera indistinta, que se ganaban la vida exponiendo sus dotes artísticos.
Terminado el almuerzo, el sol comenzaba a ponerse y emprendimos el regreso a nuestros hogares. Sería difilcultoso retornar a aquel mundo de lo predecible, de lo habitual, que acostumbramos a transitar casi por inercia y del cual resultaba una experiencia inigualable permitirse escapar de a ratos.
Sin lugar a dudas, La Boca, se nos presentaba en todo su esplendor. Con sus penas y sus glorias. Con el sudor en la frente de aquel que, día tras día, se las rebusca al conseguir la porción de pan para llevar a su mesa cada noche, con el artista frustrado, con ese contraste de culturas entre la propia y la del otro, entre lo exótico y la tipicidad de lo autóctono. La Boca, es un mundo que hay que darse la oportunidad de apreciar y por qué no durante su estadía, sumergirse en los desniveles del “Conventillo Verde” que tan encantado estará de recibirlos.
(…) Dedicado a los protagonistas de inclinar lo que sucede
Y combinar el tiempo para una realidad mejor.
A los amigos que traen lo que nunca vimos,
y llevan lo que compartimos.
A los amantes del arte
y a los amantes (…)
Bienvenida -- 2024
Hace 3 meses
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