lunes, 17 de noviembre de 2008

Cansada de sobrevivir

María conoce un lugar que solo existe cuando se apaga su día.
Vuelve de trabajar después de las ocho de la noche. Antes de llegar a su casa visita la verdulería. Un tomate, un zapallito, una zanahoria, todo de a uno. Se detiene en el portón de madera que no tiene número. Mira hacia los lados para asegurarse de que nadie la observe. Deja la bolsa de verduras en el piso. La mano derecha la coloca sobre la parte del portón que queda inmóvil y tira hacia ella, con la izquierda empuja hacia adentro. Se abre. Agarra la bolsa. Desde adentro cierra con el pasador de hierro oxidado. Un camino de adoquines la lleva hasta la entrada. Tufa, su gata siamesa, aparece de la nada, pasa entre las piernas de su dueña una y otra vez hasta que abra la puerta. María la saluda y le pregunta como fue su día. Vuelve a dejar la bolsa en el piso. Busca las llaves en la cartera. Cinco minutos. Siempre se pregunta por qué no las buscó antes. Las encuentra y abre las tres cerraduras. Deja pasar a Tufa primero, entra y vuelve a cerrar con las tres llaves. Camina un pequeño pasillo. Sin encender las luces y sin entrar en su cuarto tira la cartera, el saco, la bufanda y el gorro en la cama. Sigue por el pasillo. Ya en la cocina enciende la luz, deja la bolsa de verduras en la mesa. Enciende el horno y deja la puerta abierta para calentar un poco la casa. Nunca le gustaron las estufas. En el equipo de música que tiene en la cocina pone un cd de Enya. Lava y corta en cubos las verduras. En el secador al lado de la pileta dos platos de cerámica y un juego de cubiertos. Pone las verduras en uno de los platos y lo tapa con el otro. Tres minutos y medio en el microondas. Los cubiertos en la mesa, el rollo de servilletas, la sal, una botella de agua y el plato de su compañera. Tufa maúlla. Las verduras ya están listas. En el plato verde de plástico de la gata pone sus porotos. Le divierte decirle porotos a la comida balanceada.
- Que ricos porotitos- le dice María mientras Tufa come sin esperar que su dueña se siente.
Cenan. No se interrumpen. Se acompañan. María agarra la botella y toma agua del pico. Diez minutos después lava los platos y los deja en el secador para usarlos la noche siguiente. Pone agua a hervir. Va al baño, se lava los dientes. Se baña cada dos días. Hoy debería hacerlo, pero no tiene ganas, prefiere ir a la cama temprano. La pava silba. Enjuaga el sepillo de dientes, lo seca con la toalla de manos y lo deja en el vaso que tiene junto a la pileta. Vuelve a la cocina y se prepara un té de menta peperina con tres chorritos de edulcorante.
Se va a su cuarto. Todo lo que había tirado sobre su cama lo coloca sobre una silla. Se pone una camiseta de futbol que hace de pijama. Enciende el velador que tiene en su mesita de luz y apaga la otra. Mira por la ventana antes de cerrar la persiana. Le gusta mirar la luna, sobre todo cuando parece la sonrisa del gato de una de sus películas preferidas de su infancia. Se acuesta en el medio de la cama de dos plazas. Tufa a su lado. Mira el reloj, son las nueve. Configura el despertador para las siete de la mañana. Se toma el té. Agarra el libro que deja bajo su almohada y lo lee hasta dormirse.
Sonríe, siempre sonríe mientras duerme. Su sueño siempre es el mismo. Pero para María no es un sueño. Es su realidad, la que siempre elige cuando se apaga su día.

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