Lo teníamos calculado. Mi amiga Laura iba a ocuparse de conseguir las entradas para la tarde del sábado y yo simplemente debía concurrir a la cita en horario. Recuerdo haberle dado más de una indicación, pero me es difícil permanecer estática frente a la pantalla gigante si el film no es de mi gusto y no despierta en mí el suficiente interés como para creer que vale la pena terminar de verlo. Mañas son mañas; de todos modos, el programa era distinto.
Ese día, debíamos encontrarnos a las 15:00 horas frente al Cine Atlás ubicado en la intersección entre la Av. Santa Fé y Ayacucho. La película comenzaría quince minutos después.
Desde hace ya 10 años, El Festival de Cine Independiente, Bafici, es uno de los eventos anuales más destacados en la agenda de cada ciudadano de la provincia de Buenos Aires. El mismo, favorece la fusión entre distintos directores, temáticas sociales y visiones del mundo del cual formamos parte. Permite disfrutar de un tipo de cine diferente, reflexivo e innovador.
Este año, el Bafici, transcurriría durante 13 días. En cada uno, se exhibirían una cantidad heterogénea de películas que pasearían a su público desde lo más crudo a lo más acabado.
Laura se habría dejado convencer por un film francés titulado, “Mange, Ceci est mon corps”. Según ella, se trataría de un film que alcanzaría lo más dramático. Lo cierto, es que ninguna de las dos tenía la certeza de lo que encontraría al atravesar esas extensas cortinas rojas que separarían la entrada del cine, de la sala en cuestión. Rápido, corrimos en búsqueda de la mejor ubicación posible; teniendo en cuenta, que las butacas eran escasas, a pesar del horario.
Celulares apagados y golosinas en mano, el Director de la película, Michelange Quay, se acercó al telón y con ayuda de su inseparable traductora, nos brindó unas acogedoras palabras de aliento. La incertidumbre comenzaba a florecer.
Las primeras escenas fueron técnicamente perfectas. Paisajes de lugares exóticos captados desde gran altura y un grupo de negros en plena danza autóctona dejaban apreciar el matiz cultural de la película.
Luego se sucedieron una seguidilla de imágenes contrastantes, desordenadas, que dieron lugar a que parte de la audiencia decidiera, forzosamente, irse; o en su defecto tomar una breve siesta.
Una anciana luciendo un provocativo camisolín de encaje, impropio para su edad, recostada sobre una cama mientras repetía en forma constante: “Come de mi cuerpo” y tocaba un teclado que se veía apoyado sobre su regazo. Una mujer, que aparentaba ser su hija, reunía alrededor de una mesa a un grupo de niños de raza negra, mientras los manipulaba en forma directa. Una suerte de palangana colmada de leche, de la cual bebían y se bañaban varios de los personajes. Y por último, la desnudez, por momentos innecesaria de los protagonistas; lograban distorsionar por completo, la idea central de la película.
Aún así, Laura y yo, pretendíamos quedarnos y apreciar el final de la historia; mientras observábamos el reloj moverse con desgano y nos dejábamos atrapar por la pereza.
Era claro que, el film intentaba exponer los pesares de la colonización en Haití, las discrepancias de las razas humanas, la dominación entre unas y otras y las dificultades de supervivencia que sufren algunos grupos sociales. Pero lo que también estaba claro es que, resultaba muy difícil comprender la conceptualización realizada por el autor; a través de imágenes tan dispares. Habíamos realizado un viaje de una hora y media promedio, sumergidas en un conglomerado de ideas, me arriegaría a llamar “caprichosas”.
Finalmente llegó la escena final. Laura y yo decidimos quedarnos, con el objetivo de averiguar qué mensaje subliminar se ocultaba detrás de tal caos sensorial. Se cerró el telón y el director junto a su traductora “estrella” se acercó a discutir, con el escaso público que quedaba, las diferentes interpretaciones de la temática que brindaba la historia.
Un silencio se extendió por toda la sala, hasta que una joven cercana a nosotras, se animó a realizar la primer pregunta. Su cuestionamiento del tipo: “De qué color es el caballo blanco de San Martín ?”, no dejaba espacio a la imaginación. La respuesta era sencilla; la pregunta básica, predecible, irrelevante.
A lo lejos, se dejaba oir la voz refinada y delicada de una mujer, regocijándose con su habla inglesa. La traductora inquieta, gozaba su minuto de fama; mientras el Director, inseguro, no lograba definir con precisión su postura frente a la temática.
Comenzó a tornarse insostenible permanecer allí, inmersas en ese mundo paralelo y artificial de caras bonitas e interrogatorios vanales. Estaba claro que el film apuntaba a un estilo de público específico; lo que no estaba claro era, la absurda e innecesaria presencia de ciertos sujetos que sólo habían concurrido al evento, en sus ansias de pabonearse. Lo que comunmente llamaríamos, “hacer face”.
Así es como, Laura y yo decidimos emprender la retirada; de todos modos, habíamos logrado obtener el material suficiente, que me permitiría continuar con mis ejercicios de redacción. Pronto, el Atlas comenzaría a trasmitir otro largometraje.
Afuera, la ciudad intacta, en movimiento. No nos habíamos perdido de mucho. Por el contrario, teniamos una historia que contar y el relato, definitivamente, no sería el mismo.
Ese día, debíamos encontrarnos a las 15:00 horas frente al Cine Atlás ubicado en la intersección entre la Av. Santa Fé y Ayacucho. La película comenzaría quince minutos después.
Desde hace ya 10 años, El Festival de Cine Independiente, Bafici, es uno de los eventos anuales más destacados en la agenda de cada ciudadano de la provincia de Buenos Aires. El mismo, favorece la fusión entre distintos directores, temáticas sociales y visiones del mundo del cual formamos parte. Permite disfrutar de un tipo de cine diferente, reflexivo e innovador.
Este año, el Bafici, transcurriría durante 13 días. En cada uno, se exhibirían una cantidad heterogénea de películas que pasearían a su público desde lo más crudo a lo más acabado.
Laura se habría dejado convencer por un film francés titulado, “Mange, Ceci est mon corps”. Según ella, se trataría de un film que alcanzaría lo más dramático. Lo cierto, es que ninguna de las dos tenía la certeza de lo que encontraría al atravesar esas extensas cortinas rojas que separarían la entrada del cine, de la sala en cuestión. Rápido, corrimos en búsqueda de la mejor ubicación posible; teniendo en cuenta, que las butacas eran escasas, a pesar del horario.
Celulares apagados y golosinas en mano, el Director de la película, Michelange Quay, se acercó al telón y con ayuda de su inseparable traductora, nos brindó unas acogedoras palabras de aliento. La incertidumbre comenzaba a florecer.
Las primeras escenas fueron técnicamente perfectas. Paisajes de lugares exóticos captados desde gran altura y un grupo de negros en plena danza autóctona dejaban apreciar el matiz cultural de la película.
Luego se sucedieron una seguidilla de imágenes contrastantes, desordenadas, que dieron lugar a que parte de la audiencia decidiera, forzosamente, irse; o en su defecto tomar una breve siesta.
Una anciana luciendo un provocativo camisolín de encaje, impropio para su edad, recostada sobre una cama mientras repetía en forma constante: “Come de mi cuerpo” y tocaba un teclado que se veía apoyado sobre su regazo. Una mujer, que aparentaba ser su hija, reunía alrededor de una mesa a un grupo de niños de raza negra, mientras los manipulaba en forma directa. Una suerte de palangana colmada de leche, de la cual bebían y se bañaban varios de los personajes. Y por último, la desnudez, por momentos innecesaria de los protagonistas; lograban distorsionar por completo, la idea central de la película.
Aún así, Laura y yo, pretendíamos quedarnos y apreciar el final de la historia; mientras observábamos el reloj moverse con desgano y nos dejábamos atrapar por la pereza.
Era claro que, el film intentaba exponer los pesares de la colonización en Haití, las discrepancias de las razas humanas, la dominación entre unas y otras y las dificultades de supervivencia que sufren algunos grupos sociales. Pero lo que también estaba claro es que, resultaba muy difícil comprender la conceptualización realizada por el autor; a través de imágenes tan dispares. Habíamos realizado un viaje de una hora y media promedio, sumergidas en un conglomerado de ideas, me arriegaría a llamar “caprichosas”.
Finalmente llegó la escena final. Laura y yo decidimos quedarnos, con el objetivo de averiguar qué mensaje subliminar se ocultaba detrás de tal caos sensorial. Se cerró el telón y el director junto a su traductora “estrella” se acercó a discutir, con el escaso público que quedaba, las diferentes interpretaciones de la temática que brindaba la historia.
Un silencio se extendió por toda la sala, hasta que una joven cercana a nosotras, se animó a realizar la primer pregunta. Su cuestionamiento del tipo: “De qué color es el caballo blanco de San Martín ?”, no dejaba espacio a la imaginación. La respuesta era sencilla; la pregunta básica, predecible, irrelevante.
A lo lejos, se dejaba oir la voz refinada y delicada de una mujer, regocijándose con su habla inglesa. La traductora inquieta, gozaba su minuto de fama; mientras el Director, inseguro, no lograba definir con precisión su postura frente a la temática.
Comenzó a tornarse insostenible permanecer allí, inmersas en ese mundo paralelo y artificial de caras bonitas e interrogatorios vanales. Estaba claro que el film apuntaba a un estilo de público específico; lo que no estaba claro era, la absurda e innecesaria presencia de ciertos sujetos que sólo habían concurrido al evento, en sus ansias de pabonearse. Lo que comunmente llamaríamos, “hacer face”.
Así es como, Laura y yo decidimos emprender la retirada; de todos modos, habíamos logrado obtener el material suficiente, que me permitiría continuar con mis ejercicios de redacción. Pronto, el Atlas comenzaría a trasmitir otro largometraje.
Afuera, la ciudad intacta, en movimiento. No nos habíamos perdido de mucho. Por el contrario, teniamos una historia que contar y el relato, definitivamente, no sería el mismo.
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