miércoles, 10 de diciembre de 2008

“Entremés”
7:00 a.m. y esa insoportable melodía orquestal que provoca sordera y deseos de tomarse otros dulces cinco minutos de holgazanería entre las sábanas. El café casi helado, las tostadas aún atrapadas en la garganta y esa ducha reparadora son la fórmula inmutable de una mañana de rutina en la ciudad.
El caos de tránsito y la aventura de llegar a la oficina a horario suelen ser dos de los obstáculos que inducen en más de uno a esa fiebre violenta de necesidad de ruptura con lo cotidiano.
Hacía mucho tiempo tenía deseos de emprender un viaje y cualquiera fuera el lugar, la idea de pasar un fin de semana alejado de la capital me sonaba a privilegio.
Las 23:00 horas del viernes y las agujas del reloj corrían con una lentitud asombrosa mientras intentaba realizar un recuento de lo que sería infaltable colocar en mi bolso de viaje. Suficiente abrigo para apalear el frío, mi libreta de anotaciones, uno o dos bolígrafos y lo más importante, la novela que días atrás me habían obsequiado y que con ansias planeaba comenzar a leer durante mi estadía. Mi mayor dificultad sería calcular una cierta cantidad de dinero que sería destinada a gastar allí, más un sobrante para utilizar sólo ante un improvisto. Comencé a sumar: nafta de ida, nafta de vuelta, peajes de ida, peajes de vuelta, comidas varias y un poco de entretenimiento daban un total de…; si lo pensaba por más de un minuto me quedaba entre los cuatro muros.
Las 8:00 de la mañana del sábado, Autopista Lugones casi vacía. Diez minutos y un primer peaje fue lo que me llevó aterrizar en Puerto Madero. Allí llené el tanque para continuar rumbo hacia la Ruta 2, camino designado hacia la ciudad de Pinamar.
Pocos minutos después la señal de las radios locales comenzaba a perderse, no restaban más opciones que intentar sintonizar alguna emisora perdida o bien revolver con la esperanza de que en algún recoveco del auto se encontrara aquel cassette de Sandro que habría sido furor en aquellas épocas donde los pasacassettes eran la tecnología del primer mundo. Finalmente el silencio fue la mejor alternativa.

Un nuevo peaje me acercaba a las afueras de la ciudad de Chascomus y a su parador más tradicional, “Atalaya”. Allí decidí detenerme con intenciones de beber algo caliente. Como de costumbre el lugar estaba repleto, ni una mesa disponible. Las pequeñas pausas en los paradores más frecuentados, por el motivo que fueran, resultaban una forma de establecer nuevamente contacto con el conglomerado. Notable contradicción si el propósito del viaje es romper con lo cotidiano y descansar del cemento. Retomé mi camino.
A lo lejos, un cartel de madera rústica señalaba la entrada al lugar. Jóvenes andando en cuatriciclo, camionetas tamaño familiar y algún que otro lugareño arriba de su humilde bicicleta fueron los primeros detalles contemplados. A pesar de todo, la poca circulación de vehículos llamaba un tanto mi atención. Ese mismo viernes se habría iniciado el ciclo de vacaciones de invierno (el cual coincide con una pequeña interrupción en las clases escolares); sin embargo la ciudad se observaba vacía, solitaria. Allí comenzaron mis reflexiones.
¿Será que esta crisis económica continuamente camuflada en la cual vivimos haya podido condicionar la posibilidad de recreación y ocio de los argentinos?, me pregunté. Mi planteo no era del todo novedoso, de hecho el estado actual del país en términos económicos, políticos y sociales suele ser una de las temáticas más recurrentes a la hora de esquivar conversaciones triviales. Daría la sensación que discutir sobre los grandes conflictos de política del momento, a uno le brindaran una suerte de reconocimiento dentro de los grupos de pertenencia en los que solemos insertarnos. La política posiciona, me dije y continúe mi recorrido en búsqueda de algún sitio donde saciar mi apetito.
Decidí estacionarme en uno de los paradores ubicados en los balnearios de la costa. Casi todos ellos se encontraban cerrados a causa de la temporada invernal. Uno de los pocos abiertos era “El viejo lobo”, un restaurant de madera con vista al mar que se destacaba por la calidad en la preparación de mariscos. Me senté en una mesa colocada por afuera donde el calor del sol apaciguaba la brisa y me permitía disfrutar de mi lectura. En cuestión de segundos un mozo del lugar se me acercó y a través de un discurso muy protocolar me dio la bienvenida y me entregó el menú previo realizarme unas sutiles sugerencias respecto de los platos más destacados y más costosos para mi billetera. La propuesta desconcertaba. En los últimos años, Pinamar se ha convertido en una de las ciudades más visitadas de la costa atlántica atrayendo a una determinada porción de la sociedad que se corresponde con la clase media alta o alta preferentemente. Lo cierto es que este

posicionamiento no se ha conseguido de forma inmediata, más bien ha sido producto de una serie de sucesos paulatinos que dieron lugar a que se considerase a este sitio como uno de los de moda del momento y por consiguiente que se lo colocara al mismo nivel que se suele ubicar a las distinguidas costas uruguayas. Así es como el costo de realizar cualquier tipo de actividad sea hospedarse, almorzar, merendar o cenar afuera, comprar algún souvenir de recuerdo o algún artículo de primera necesidad entre tantas otras opciones; sobre tierras pinamarenses conlleva un adicional que se corresponde directamente con la mantención del status social del lugar.
Luego de meditar qué plato de la carta se ajustaba mejor a mi presupuesto, comencé a observar un poco más allá de los límites de mi mesa. A mi derecha una mujer esbelta prendía un cigarrillo y otro y otro, casi con despecho. A mi izquierda el barullo de una pareja que no se daba tregua. Todos eran lugares comunes, puntos de llegada. Todo era contradicción. ¿Será correcto afirmar entonces que es remotamente imposible intentar escapar de los dilemas habituales con los que lidiamos a diario?. Pareciese que trasladamos las tensiones junto con nosotros, como una especie de mochila inherente a uno mismo que se va atestando con el paso del tiempo. Como cuando la costumbre convierte los rumbos en meseta.
De pronto un suceso colocó todo lo demás en un segundo plano. Un niño de diez años de edad aproximadamente, se acerca al lugar. Su porte un tanto peculiar, de inmediato atrajo todas las miradas. Ropa deportiva, zapatillas con resortes y un aroma lo suficientemente nauseabundo formaban parte de su tarjeta de presentación. La clientela estaba conmocionada. En cuestión de segundos el niño dispuesto a ingresar al lugar fue detenido por uno de sus encargados, el cual mediante un discurso de suma prepotencia le pidió que tomara distancia de la entrada del mismo. Haciendo uso de sus escasos modales el niño intentó pedirle algo de comida al hombre, pero no lo consiguió. Las miradas sentenciosas de los comensales demandaban en silencio que se retirara y así fue. En la tierra de la abundancia no había lugar para los carritos de supermercado, la recolección de cartones y la limosna; sólo quedaba espacio para los atuendos de primeras marcas, los “plásticos” y las buenas costumbres.
Una vez terminado mi almuerzo, pedí la cuenta, aboné y me dirigí hacia la playa. El cielo despejado, mucho sol, poco viento. Recorridos en cuatriciclo, cabalgatas, pesca, mediomundos, jóvenes de la mano, otros haciéndose milanesa, chiquitines corriendo, otros investigando en la arena, otros aprendiendo a caminar.

Perros callejeros, mascotas, parejas y amigos disfrutaban del día. Algunos sacándole provecho a las propuestas turísticas, otros humildes le exprimían el jugo a la naturaleza. A diferencia de las temporadas de verano, las playas estaban desérticas. No había que esquivar sombrillas ni pelotitas de tennis. No estaban ni el vendedor de pirulines, ni el heladero ni el de las trenzas hawaianas. Todo era tranquilidad, recreación y meditación. La lírica sinfonía de las olas al romper, se dejaba distinguir a tiempo, exacta.
Pronto el sol comenzó a caer y pensé en dar un pequeño paseo por el centro. Salones de videojuegos, algunas confiterías, locales de ropa, almacenes, supermercados, kioscos, paradores de comida “al paso”, restaurants y salas de cine; todo abierto en pequeñas cantidades. Me detuve por un momento en un almacén en busca de algunos elementos con los que pudiera preparar mi cena. Allí conocí a Pepe. Un lugareño que tenía su almacén allí plantaba desde hacía más de veinte años. Pepe era ya una legenda en esta pequeña ciudad. Comencé pidiéndole algunos artículos hasta que la curiosidad pudo más que la discreción y lo irrumpí a preguntas. “-Y…, ¿Cómo es vivir en este lugar?, le pregunté. Parecía un hombre serio, pero no lo era; de hecho estaba bien dispuesto a brindarme sus respuestas. Es que pocas veces, en invierno, se le presentaban oportunidades de entablar conversación con otro ser humano que no fuera familiar, vecino y/o conocido. “- a Usted cómo le parece que es vivir aquí?. Pinamar es una ciudad como todas las que se mantienen gracias al turismo. Aquí también hay pobreza y crisis -”.
“- ¿Y qué sucede al terminar las altas temporadas? -”.
“- Ocurre que fuera del turismo nosotros trabajamos para nosotros, los que vivimos aquí. Hacemos lo que podemos, lo que está a nuestro alcance -”.
“- ¿Entonces qué diferencias encuentra con la vida en la Capital? -”.
“- Aquí la tranquilidad es única, tenés de todo. Gente que viene a pasar el fin de semana, chicos que tienen su familia aquí y viajan a la capital para continuar sus estudios, parejas de viejos que se mudan aquí; pero a todos los atrae la misma




cosa, la tranquilidad. Esa es la diferencia. Todo lo demás es lo mismo o peor, te diría. La salud, el trabajo, la inseguridad. Todo está mal, pero no se muestra -”.
Me demoré varios segundos en retomar las preguntas y mientras me embolsaba los productos que había comprado, ingresó otra clienta. Sin más, lo saludé amablemente y me escabullí por la puerta. Lo que me contaba Pepé no era nada nuevo, de hecho en unas pocas horas yo había podido sumergirme sin tapujos, conocer y comparar las diferentes caras de este lugar, que sin subestimar al público mediático, estaría siendo vendido como una de las ciudades más “top” a la hora de elegir un destino en dónde vacacionar, pero que en definitiva terminaba siendo no más que una ciudad como cualquier otra, con sus mismos sufrimientos, con sus mismos desafíos y torpezas.
Terminada mi cena y habiendo tomado un buen descanso, decidí salir a averiguar qué esconde la movida pinamarense. Las calles y avenidas centrales estaban desoladas, todo cerrado. Una escasa luminosidad provenía de adentro de las casas y departamentos que amparaban a aquellas familias propias del lugar o bien a aquellos que como yo habrían viajado sólo por el fin de semana.
Después de dar algunas vueltas a lo lejos se dejaba oír el bochinche. “Cream” se llamaba este sitio, siendo la única alternativa de diversión nocturna en toda la ciudad. Una combinación de bar, pub y boliche todo en uno. Sus vidrios empañados eran el crudo reflejo de la cantidad de gente que estaría amontonada allí dentro. El patovica de la entrada repetía sin cesar, “las mujeres gratis”, “los pibes 10 con consumición”. Así ingresé, un poco a los empujones otro poco pidiendo permiso. Sillones de cuerina color blanco, unas pocas mesas ratonas, $8 la lata de cerveza, 12 el Cuba Libre. Varios grupos de chicas coreando “Hoy es noche de sexo…” mientras una manada de varones se las disputaban como carne de res, la clásica luz blanca que encandila al ritmo de la música y el Dj de turno detrás de su pecera pasando los temas más comerciales del momento. Sólo un detalle había de diferente, un 80% de los bailarines eran habitantes del lugar y el otro resto eran fulanos como yo que habrían ido a pasar un buen rato para no desperdiciar la noche de sábado. Todos se conocían entre sí. La enfermera del hospital, el panadero, el canillita, la moza, el hijo y la hija del hijo de…, entre tantos otros. Luego de tomar algunas cervezas y de socializar un poco, me marché. Mi noche había llegado a su fin.


Las 10:00 de la mañana del domingo y con el equipaje cargado en el auto, emprendí mi regreso hacia la capital. Verde paisaje abierto, caminos de tierra, marea alta, marea baja, médanos, muelles, pescadores, aventura, serenidad, calma, naturaleza, gorriones, colibríes, eucaliptos, pinos, pinares, Pinamar.
Sólo era posible sintetizarla de esa forma, sintiéndola en total magnificencia con aquellos atributos que hacían honor a su nombre. Pinamar podía ser una ciudad como tantas otras, pero como tantas otras también almacenaba en su interior aquellas cualidades que tanto la distinguían.
Y allá muy en el fondo una oscura nubasón iba entorpeciendo el destello de ese sol de mediodia que en cuestión de segundos daba comienzo a una precipitosa llovizna de invierno. Las gotas caían y caían, pudiendo acariciar mi nariz el aroma de la tierra recien humedecida. Así con total nostalgia me iba desprendiendo de esta ciudad hasta mi próxima visita. Y de nuevo a recorrer la poco emblemática Ruta 2, y de nuevo a esa adrenalina del viajero que a pesar de conocer hasta la última pincelada de ese alfalto es capaz de transitarlo con igual fervor que en su primera vez.

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