miércoles, 10 de diciembre de 2008

"Oídos sordos"

Parque Centenario, Ramos mejía, mitad de cuadra, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales. Jueves, 21:00 horas, planta baja y pasillos. Gente que entra, gente que sale. El camino hacia el aula 4 es casi turismo aventura.
Las paredes empapeladas, el acelere de los que terminan una cursada e ingresan a otra y el acelere de los que no llegan a comprar el apunte asignado antes de que las fotocopiadoras cierren sus puertas. Entrega de folletería, despliegue de idea, despliegue de pancartas.
Alboroto a la entrada del aula. Compañeros que se agrupan en los asientos, silencio, ingresa Santiago. Los primeros, me arriesgo a precisar, quinces minutos de clase suelen ser decisivos. Santiago designa las actividades que haremos durante las posteriores dos horas e incentiva a la interacción grupal, pero siempre hay un agregado de dinamismo capaz de interrumpir de manera tajante la transferencia. Ese agregado que quiebra el libre funcionamiento del feed back de mensajes es lo que comúnmente en cada una de las sedes de la Universidad de Buenos Aires llamamos con el nombre de “agrupaciones políticas”. De modo estadístico podría señalar que cada aproximados veinte minutos máximos de clase, sea teórica o práctica, sea de la asignatura que sea, con el docente que sea, algún miembro representante de alguna de las tantas agrupaciones políticas que forman parte de nuestra Universidad ingresa a cualquiera de las aulas que la conforman en busca de difundir los principios y propuestas que defiende y pretende llevar a cabo la agrupación a la cual pertenece.
Esta secuencia que resulta para algunos insignificante se repite religiosamente mañana, tarde y noche en cada sede; y en ocasiones logra alterar a más de uno. Las reacciones ante este tipo de actos de divulgación suelen ser diversas. Algunos observan en silencio demostrando poco interés por lo que perciben, otros observan con atención e intentan aportar o familiarizarse con lo que escuchan, otros enfurecen y pretenden brindar sus críticas de modo ofensivo, otros prefieren no hablar de lo que desconocen y otro tanto aprovecha para el esparcimiento, el ocio y para atreverse a juzgar a estos militantes de “vagos”. Mientras tanto una única reflexión que neutraliza cada una de estas posturas ronda en mi cabeza desde la primera vez en que pude ser participe de este circo donde todos quieren hablar pero pocos quieren oír. Pareciese que a todos se les olvidan cuáles son sus derechos y los del otro como seres humanos y como sujetos que viven en sociedad, pareciese que en la Facultad de Sociales donde se dicta la carrera de Ciencias de la Comunicación valga la redundancia no pudiera ser posible la comunicación. Pareciese que todos se olvidan que más allá de las diferencias de intereses el objetivo de lucha siempre es compartido. Me pregunto en nombre de qué estudiamos la comunicación si en la práctica diaria y cotidiana no somos capaces de aplicar sus leyes más básicas.
Juzgar, hacer crítica y oponerse de lo que no se está al tanto pareciese una tendencia, un modo facilista de accionar y de encubrir a la negación. La desinformación, la falta de compromiso y la mediatización de la información son algunos de los fenómenos que subrayan este tipo de accionar social que aparece hoy como la filosofía de vida del momento, que viene alimentándose hace ya unos cuantos años, y que les sirve a unos cuántos cómo método de desacreditación. Esto es a lo que algunos llaman “la apatía del ciudadano”.

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