viernes, 26 de septiembre de 2008

Despúes de su partida

Después de su partida, Sofía no pudo dormir. Durante bastantes días miraba por la ventana antes de acostarse, desde su estudio, hacia la esquina, abajo; Pero Custardoy no volvió a aparecer por allí. Esta última había sido la peor pelea que habían tenido en años. Aunque antes de la confrontación, ya estaba todo terminado entre ellos. El, con 30 años más que ella, necesitaba asentarse. Dejar de viajar tanto, de mentir, de vivir dos vidas. Ya se sentía un hombre grande, su primera nieta estaba a punto de nacer y quería reencauzar su vida. Ella en la flor de la edad, quería vivir la vida, la suya absorber la de los demás. Por lo menos eso fue lo que le dijo él, en realidad lo que le escribió. Que estaba absorbiendo su vida.
Aquella lluviosa mañana de mayo, Sofía lo sintió levantarse, pero como solía acostumbrar, se hizo la dormida. Pero cuando él cerró la puerta tan sólo 78 segundos después de haberse levantado y sin decir ni una palabra, ella supo que esa no era una mañana cualquiera. Lo confirmó cuando terminó de leer la carta que estaba sobre la mesa. No tuvo tiempo para pensar en la lluvia, ni en el frío, ni en qué dirían los vecinos. Se puso el vestido que había lucido la noche anterior, un vestido negro que él le había regalado, los zapatos que hacían juego y salió corriendo. Cuando llegó a la esquina, vio un taxi y se subió. Las únicas palabras que pronunció en todo el viaje fueron: “a la estación”. Pasando por los arcos de la puerta principal lo vio y sin esperar que el chofer detuviera el vehículo se bajó, dejando sobre el asiento el billete que llevaba en el sobretodo. Lo abordó con insultos y lágrimas en los ojos, en medio del hall central. La gente que pasaba los miraba, pero ella no veía a nadie, el dolor se lo impedía. Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, desde una perspectiva complicada, veían una parte del andén número 4. Desde ahí partía el tren que lo llevaría de nuevo a su vida.
El futuro abuelo repitió casi exactamente las palabras que había dejado en esa carta sobre la mesa. La futura mujer, no lo escuchó. Custadoy interrumpió su soliloquio cuando escuchó su celular. Cuando sonó el teléfono, el hombre canoso le preguntó a la chica, con cierta diferencia, si por alguna razón prefería que no contestara. Ella ni siquiera lo miró, tenía sus ojos sobre el tren que estaba a punto de partir. Las últimas palabras que escuchó de su boca fueron: “Era mi mujer, ya soy abuelo. Algún día lo vas a entender. Cuidate. ¿Con esto alcanza para el café no?”

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